Rafael López Aliaga es, quizá, el peor candidato a presidente de la República que tenemos, pero no el peor que podríamos tener.
Tanto él como Lescano, Mendoza, De Soto, Forsyth y Fujimori, aún abrigan la esperanza de llegar al balotaje, según la última encuesta de IEP. Pero ninguno de los contendientes ha proferido un mensaje tan desafiante para la democracia como el de Renovación Popular.
López Aliaga amenaza la libertad de prensa cada vez que insulta a los periodistas que lo confrontan con preguntas difíciles, o pretende intimidarlos con querellas judiciales, como ha sido el modus vivendi de quien acumulaba más de 170 litigios solo hasta el 2011. Tampoco es simpatizante de la libertad de expresión, ya que les rehúye a los debates. Cree que puede elegir a dedo a los periodistas que van a moderar dichas discusiones y censurar a cualquiera que haya osado criticarlo. Es evidente que él concibe a los medios de comunicación no como un contrapeso del poder sino como una herramienta para llegar a él. De otra forma no se entiende cómo alguien podría asistir más de 20 veces a un mismo canal de televisión sin ruborizarse por la evidente parcialización que aquella hospitalidad representa.
López Aliaga atenta contra la separación de poderes cuando vende promesas irrealizables como aquella de expulsar a Odebrecht del país. No existe algo así como un “destierro” de empresas en nuestro ordenamiento jurídico, y el Poder Ejecutivo –cargo al que aspirar liderar el postulante celeste– carece de potestades para definir el destino de una empresa. Las eventuales sanciones dependen del Poder Judicial, más aún cuando la compañía en cuestión se encuentra vinculada legalmente por un acuerdo de colaboración eficaz aprobado por la judicatura nacional. No estamos en un feudo monárquico donde un pretendido reyezuelo pueda arrogarse poderes que constitucionalmente no le corresponden.
López Aliaga vulnera la economía social de mercado cuando propone controlar los precios de los préstamos y habla de “romper los oligopolios” de los bancos. Paradójicamente, las compañías que él posee fueron acusadas, más de una vez, de abuso de posición de dominio y del peor mercantilismo: el que utiliza el poder del Estado para cuidar sus privilegios monopólicos.
López Aliaga violenta los derechos humanos con las lecciones de odio que tanto él como sus candidatos a las vicepresidencias y al Congreso (y sus nuevos aliados ‘antauristas’) disparan contra poblaciones vulnerables. Proponen “exterminar” el enfoque de género educativo, condenando a sus esposas, hijas y nietas a vivir en una sociedad que las cosifica, encasilla y finalmente asesina, cuando tienen que cruzarse con un cavernícola que cree que las mujeres son sirvientas de los hombres y que no deben contradecirlos (‘googlee’ cualquier discurso de Neldy Mendoza, candidata a la vicepresidencia de Renovación Popular).
Podríamos aumentar la lista e incluir sus postulados contra la ciencia, la salud y la historia.
Aun así, López Aliaga no es el peor candidato que podemos tener, porque, felizmente, es un mal candidato. No es carismático ni articulado, es grosero y colérico en sus declaraciones, tiene demasiados esqueletos en su clóset (deudas millonarias a la Sunat, líos empresariales, historial de litigios abusivos), y hasta sus aparentes episodios de embriaguez están registrados en video.
Pero imagínense a un candidato con la misma agenda antiderechos, antimercado, antiprensa, en fin, antidemocracia, pero menos grotesco o con mejores habilidades para el engaño.
Es bueno que sepamos identificar quién es nuestro mal mayor en la actualidad, pero escuchemos también las alarmas que anuncian la llegada de peores males.