El reinado del miedo, por Gonzalo Portocarrero
El reinado del miedo, por Gonzalo Portocarrero
Gonzalo Portocarrero

El trasfondo emocional que caracteriza a nuestra época está muy marcado por el miedo. , filósofo holandés de origen judío sefardí, define el miedo como una tristeza que viene y se va según se haga –o no– presente la imagen del mal futuro que nos acosa. El miedo se convierte en desesperación cuando ya no hay duda sobre la inminencia del mal que destruirá nuestras vidas. Y, por otro lado, el miedo se revierte en esperanza cuando, en vez de imaginarnos un peligro, vislumbramos una oportunidad que habrá de potenciar nuestra alegría, pero esta premonición es inconstante, incierta. Se torna en seguridad y júbilo cuando ya no hay dudas de que sucederá lo bueno que esperamos. Mientras que la desesperación implica tristeza y reducción de nuestra capacidad de elegir, con la alegría y la seguridad nos adueñamos de nuestro mundo. 

En las últimas décadas hemos pasado de la esperanza al miedo. El futuro se anticipa como peligroso y negativo, por lo que se multiplican las medidas de seguridad. Toda sociedad tiene sus propios miedos. En los países desarrollados: el terrorismo y los inmigrantes encabezan la lista. Y en los del : la inseguridad ciudadana y, para los que menos tienen, la pobreza que nace de la exclusión social, del abandono del Estado. En todos los casos, el miedo surge de la desconfianza hacia el otro, al desconocido, a quien se prejuzga como un peligro, una amenaza. La desconfianza significa la sospecha, y nos alienta, por tanto, a multiplicar nuestras precauciones y a castigar sin compasión a los que delinquen y están a nuestro alcance. 

En el Perú la sensación de miedo nos acompaña hace varias décadas. En la década de 1960 había mucha esperanza, pero desde la década de 1980 hemos entrado en el reinado del miedo. Los motivos van cambiando. Ya no es la acción terrorista de Sendero Luminoso, ahora es la delincuencia. Pero también es el tránsito urbano y el peligro de ser arrollados por una “combi asesina”. O, desde el mundo campesino, es el miedo a la empresa minera que –supuestamente– destruirá nuestro ambiente. Y ello por no hablar de los temores más personales, aquellos que nos acompañan pero que dudamos mucho en compartir. Me refiero a ese cáncer que recelamos está anidando en nuestro cuerpo. O a esa falla del corazón que no podemos descartar aun cuando estemos sanos. O a situaciones similares en nuestros seres más queridos: hijos, padres, hermanos, amigos. 

Estamos acosados por un miedo acaso excesivo, pues sobrepasa las causas concretas que lo pueden producir. decía que cuando el miedo es desproporcionado en relación con el peligro, entonces tenemos ansiedad o angustia. Cuando la ansiedad nos captura, nos sentimos intranquilos, nuestra atención está dominada por la expectativa de que algo muy malo nos habrá de ocurrir, aunque no sepamos la fuente del peligro. La ansiedad siempre busca razones que la hagan aparecer como un miedo lógico y fundado. De allí, por ejemplo, la tendencia del hipocondríaco que ve en una pequeña mancha en la cara un galopante cáncer a la piel. O el temor de muchos a que la puesta en libertad de algunos condenados por terrorismo se convierta en un regreso a la violencia demencial de la década de 1980. 

El miedo y la ansiedad son estados anímicos que dificultan el pensamiento. Con su influjo, resulta muy difícil objetivar una situación, evaluar las posibilidades y actuar con inteligencia. Cunde la intolerancia, el odio, la violencia. La gente quiere seguridad y está dispuesta a escuchar, y apoyar, las propuestas más desatinadas con tal de que prometan la reversión del miedo en la anhelada esperanza. Es el caso del reclamo de patrullaje militar por las ciudades. El uso de una violencia drástica, mortífera, aparece como una panacea. Una reacción similar es la campaña “Chapa tu choro y déjalo paralítico”. 

Pero la ansiedad tiene mucho que ver con el debilitamiento de los vínculos sociales por el desmesurado afán competitivo, tan propio de nuestra época. El otro se convierte en un rival que se debe vencer como sea. La desconfianza se generaliza. El triunfo de algunos y la envidia de otros es el vivero donde nacen las distancias sociales que no siempre premian el mérito, como debería ser, sino que consolidan privilegios o consagran la eficacia del delito para los que no tienen vergüenza.