Diego Macera

Los estudiosos de la historia económica del nunca entendieron del todo por qué se registraban niveles de pesimismo tan marcados en los primeros años de la década del 2020. Por supuesto, esta es una de las ventajas que da la retrospectiva: si al 2050 el Perú ya es una nación en las puertas del primer mundo, eso se debe a que los riesgos –muy reales– que enfrentaba el país tres décadas antes no se materializaron. Pero eso no implica, lógicamente, que entonces no estaban ahí.

Los académicos, por ejemplo, no le asignaron suficiente peso al peligro que por aquellos días suponía un cambio total de la Constitución. Durante la primera mitad del siglo XXI, las mejoras progresivas a la Constitución de 1993 fueron periódicas. Estas permitieron corregir errores de reformas anteriores –como la prohibición de la reelección de gobernadores, alcaldes y congresistas– y darle predictibilidad al sistema democrático. Aquí, sin duda, la reforma más importante fue la reposición del Senado, que hasta ahora sirve como un espacio de balance y reflexión legislativa. Como sucede en casi todos los países desarrollados, a nadie ya se le ocurre hablar de asambleas constituyentes, y ello puede haber sesgado la opinión de los historiadores actuales sobre la probabilidad que entonces tenía el Perú de repetir la experiencia cercana de Chile por esos años.

Con el cambio global hacia energías renovables, el cobre pudo mantener un valor por encima de US$4 la libra por la mayor parte de la década de los 20, y eso fomentó que entonces se pusiesen en marcha proyectos como Michiquillay, La Granja y El Galeno, en Cajamarca, y Los Chanchas y Huaquira, en Apurímac. Ambas regiones, de las más pobres a inicios de siglo, son las que más han reducido la pobreza en las últimas décadas gracias a la productividad minera y los encadenamientos en sectores económicos vinculados, emulando la experiencia de Moquegua durante la segunda mitad del siglo XX y los primeros años del siglo XXI. Hoy es obvio para todos que la minería es un motor de desarrollo que impulsa al resto de la economía moderna, como sucede en Australia o Canadá, y que hizo posible –finalmente– cerrar las brechas de infraestructura en zonas rurales. Hace 30 años, no obstante, la conflictividad social hacía presagiar a algunos que la actividad se paralizaría progresivamente.

La minería no fue la única. La agricultura y eventualmente el turismo fueron los sectores que sorprendieron a propios y extraños en estas décadas. Tras irrigar valles con proyectos como Majes Siguas II, Olmos, Chavimochic III, la frontera agrícola y la variedad de cultivos se disparó, y no solo en la costa. Gracias a mejores cadenas logísticas, inversión y tecnología agraria, la sierra peruana se convirtió en la despensa de alimentos frescos y nutritivos demandados hoy por todo el mundo. Y no hizo falta participar necesariamente de la agroexportación: acceso a créditos, semillas, tecnología, mercados internos y cultivos modernos permitió mejorar los ingresos de cientos de miles de agricultores, en tanto que nuevas generaciones encontraron en la lenta migración del campo a ciudades intermedias una ruta rápida hacia más productividad y mejores servicios básicos.

El bono demográfico del Perú terminó por darle al país el empuje que necesitaba en los años 20 y 30. Con una buena proporción de adultos jóvenes trabajando en empleos cada vez más productivos de empresas cada vez más grandes, el país tenía que salir adelante.

¿Acaso no era obvio en los años 20 que el Perú tenía todas las condiciones para ser una historia de éxito internacional? ¿Que bastaba acuerdos institucionales mínimos que le permitiesen al país desplegar todo su potencial y mejorar la vida de millones a lo largo de apenas una generación? En retrospectiva, mirado desde el 2050, el crecimiento del Perú de las últimas tres décadas no solo era probable, sino que parecía inevitable. Pero los obstáculos siempre se ven más grandes cuando forman parte del día a día y los riesgos, más amenazadores.

Diego Macera Gerente general del Instituto Peruano de Economía (IPE)