Rosario siempre estuvo cerca, por Renato Cisneros
Rosario siempre estuvo cerca, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Durante el último lustro, casi todas nuestras reuniones, siempre, en algún punto de la noche, devenían en la misma cuestión. “¿Se imaginan viajar a Rosario con el propio Guillermo?”. Lo alucinábamos pensando en nuestro querido amigo argentino de 76 años, quien tuvo que salir de esa, su ciudad, por razones políticas, hace más de cinco décadas. Volver con él era una ilusión compartida; sin embargo, bastaba con que alguien repitiera la pregunta para que enseguida –como si de una mala coreografía se tratase– todos anotáramos fechas tentativas en la agenda, habláramos de pasajes y aerolíneas, y selláramos con un brindis el renovado juramento de visitar la tierra del buen Giacosa, sabiendo por dentro que la promesa acabaría postergándose.

Por eso ahora que estamos sentados aquí, en “La mesa de los Galanes” –la más famosa del mítico café rosarino El Cairo–, chocamos los vasos felicitándonos por haber concretado, por fi n, este periplo que, de tanto planearlo, ya corría riesgo de no cristalizarse nunca. “En esta misma mesa nos reuníamos con Fontanarrosa”, cuenta Guillermo, los ojos abiertísimos. Y añade: “‘El Negro’ era tan vivo que cuando hubo una guerra en la que combatía Egipto, él escribía aquí columnas al respecto y las firmaba como Notas desde El Cairo”.

Minutos después, a bordo de una van, recorremos las calles y Guillermo funge de inmejorable guía turístico de su infancia. “A este parque venía cuando no quería ir al colegio”, dice, señalando a través de la ventana derecha. “¡Y en esta plaza mi viejo enamoraba a mi vieja!”, voltea hacia la izquierda. “Che, miren, esa de ahí era mi casa, Córdoba 1749”, apunta. Y continúa: “Mi tía María siempre se confundía con los nombres de estas dos calles, Dorrego y Moreno: ella decía Dorego y Morreno. Nunca conseguimos que las dijera correctamente”

Los recuerdos siguen aflorando a medida que el paisaje se revela, aunque por momentos Guillermo se confunde y desconcierta, porque Rosario se ha modernizado y ahora hay malls elefantiásicos allí donde antes solo había campo, y yates hidrodinámicos en el sector del río por donde antes solo circulaban barquitos.

A la tarde siguiente nos lleva a la Parrilla Escauriza, frente a las aguas del Paraná, donde almorzó por última vez con su madre antes de que falleciera, y mientras damos cuenta de un surubí a la plancha, él nos conversa de sus mejores amigos, todos de Rosario Central, todos ‘canallas’, casi todos ya muertos, igual que sus parientes, y de pronto hace un listado de rosarinos célebres y menciona al Che Guevara, al Flaco Olmedo, a Bielsa, a Menotti, a Messi, a Di María, a Fito Páez.

Y cuando, dos días después, lo veo parado en la puerta del hotel Savoy con las maletas listas para volver, le pregunto si viviría de nuevo aquí. “¿Para qué?”, me contesta Giacosa, algo cansado, y entonces entiendo que esta ya no es la Rosario de sus primeros años, que esa ciudad dejó de existir hace mucho, y capto que el tiempo (o la vida o el destino) modifi ca a las personas pero también a los lugares hasta volverlos desconocidos, y que lo único que nos queda celebrar a los que vinimos con Guillermo no es el viaje tantos años acariciado, sino la amistad que lo hizo posible. Eso es lo único que no cambia.

Esta columna fue publicada el 17 de setiembre en la revista Somos.