El show no debe continuar, por Renato Cisneros
El show no debe continuar, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

En 1993, el fotógrafo sudafricano Kevin Carter viajó hasta una aldea en Sudán para documentar la hambruna que cundía en ese país producto de la guerra civil. Entre las muchas poderosas imágenes que captó destaca una que todos hemos visto: un niño desnutrido, tendido en la arena sin fuerzas, trata en apariencia de escapar del buitre amenazante que lo vigila. La foto, que se hizo famosa tras publicarse a los pocos días en el New York Times le valió a Carter ganar el premio Pulitzer de 1994, pero también ser blanco de una andanada de críticas de gente que lo tildó de inhumano por haber preferido disparar su cámara antes que ayudar a la víctima, asumiendo que la criatura había sido devorada por el animal. Ese mismo 1994, Carter se suicidaría. Después de años se supo que el niño de la foto no murió allí, en las garras del ave, sino varias décadas más tarde por unas ‘fiebres’ que asolaron la región.

En algún punto, esa historia –en tanto alude a un hecho dramático que generó una reacción en cadena tras ser mediatizado– resulta análoga de la que hemos vivido el martes pasado con el suicidio de una joven que se lanzó desde la cornisa del último piso del hotel Sheraton. La muerte no solo fue atestiguada por decenas de curiosos, sino además filmada en vivo por vecinos y peatones que horas más tarde subieron a Internet esos videos que, por supuesto, no tardaron en hacerse virales.

En el caso de Kevin Carter, la inmerecida condena en su contra se precipitó por el desconocimiento de la opinión pública sobre lo que en realidad ocurría en aquella aldea sudanesa, y por una mirada superficial de la hoy célebre fotografía. En el caso de la mujer del Sheraton, en cambio, no caben dobles lecturas.

Allí hubo una muerte, pero además un espectáculo morboso cuya larga cadena de producción empieza con esos buitres repulsivos que grabaron, colgaron y difundieron la filmación en las redes sin ningún sentido de la compasión, y acaba con el chiste imbécil de un ex congresista que, graduándose de ser inferior, deformó la noticia para politizarla en Twitter: un arrebato infeliz secundado por un puñado de miserables.

En el medio, ojo, estamos todos los demás: desde los periodistas que transmitieron la caída de la mujer con la estúpida coartada de que ‘es noticia’ (¿no bastaba una imagen panorámica congelada para referir los hechos?) hasta los sádicos que hemos visto una, dos y hasta tres veces el video de YouTube con un ensañamiento retorcido, menos preocupados en saber algo real de las angustias personales que llevaron a la joven a quitarse la vida, menos interesados en saber en qué podríamos parecernos a ella, que por ver su cuerpo caer por los aires e impactar en el cemento.

“Lamentamos lo sucedido en el Sheraton, pero lamentamos más comprobar lo enferma que está nuestra sociedad”, empieza diciendo el sensato comunicado que ese mismo día hizo circular por Facebook un grupo de bomberos voluntarios como reacción ante la flagrancia de las imágenes que –sin ningún tipo de reflexión que las acompañe– ya agitaban las páginas locales de Internet.

Es totalmente cierto lo que esos bomberos denuncian: estamos enfermos. Jodidamente enfermos. Una persona que se mata es una tragedia, pero una sociedad que hace de eso un pasatiempo es una catástrofe. Esa ausencia de espanto o sensibilidad es un tipo de carencia de veras irreversible. De allí no se regresa; de allí en adelante todo es cuesta abajo, degradación pura, ruindad.

No me cabe duda de que también en el orden de lo humano estamos atravesando una época nefasta.

Esta columna fue publicada el 4 de junio del 2016 en la revista Somos.