(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Alfredo Torres

“Me arrepiento de haber defendido a un asesino en serie”, espetó hace dos semanas Omar Chehade, ex vicepresidente y abogado de , refiriéndose a su ex defendido. “Es escalofriante descubrir que alguien que fue nuestro presidente pudo ser un asesino en serie, un destripador, un descuartizador”, declaró poco después Beto Ortiz, uno de los periodistas que más ha investigado el Caso Madre Mía. Los testimonios son, en efecto, escalofriantes. Para mencionar solo el último: el ex sargento José Ponce Ruiz, quien acusara a Humala en el 2006 de haber enterrado vivos a prisioneros y de ser “una persona anormal… que se sadiqueaba en la gente inocente torturando, golpeando, matando”, reapareció la semana pasada para declarar, ante el periodista Oscar Quispe del programa “Primer plano”, que Humala mató a hombres desarmados y que “las órdenes de ejecución de la gente que fue muerta en la cabezada del río Magdalena, todas, fueron ordenadas por él”.

Dadas las declaraciones de seis testigos más los audios que demostrarían que Humala compró al menos un testigo, es de esperarse que la fiscalía esté armando un caso muy sólido; pero lo cierto es que, entre tanto, el ‘Capitán Carlos’ se está beneficiando de una sorprendente indolencia, con respecto a estas acusaciones, de diversos sectores políticos y sociales habitualmente opuestos entre sí, pero que hoy confluyen en un silencio que transita entre la vergüenza y la complicidad.

Entre los que guardan silencio están muchos militares, en actividad y en retiro. Si bien nadie ha salido a contradecir los testimonios del sargento y los soldados que han declarado contra Humala, muy pocos han salido a corroborarlos. Y la explicación puede estar no solo en que la promoción de Humala está ahora en los más altos mandos militares, sino que, como el propio Humala declaró la semana pasada, “en 1992 el manual del Ejército no solo pedía eliminar a los combatientes, sino también a las bases y a los aliados políticos de los terroristas”. Eso explicaría el espíritu de cuerpo de los militares que participaron en la lucha contrasubversiva, así como de muchas otras personas que creen que esa era la única manera de terminar con el terrorismo.

También contribuye a este clima de indiferencia que las víctimas sean “ciudadanos de tercera”. Es tremendamente injusto, pero me temo que esa es la percepción de mucha gente. Los crímenes no se cometieron en la capital ni las víctimas eran estudiantes universitarios sino “chunchos” y colonos dedicados a actividades como el tráfico de madera o el cultivo de coca en un centro poblado remoto de la selva.
Pero el silencio más vergonzoso es el de aquellos que, en otras circunstancias, habrían expresado ruidosamente su indignación. El silencio de las organizaciones de derechos humanos y de muchos políticos e intelectuales de izquierda e incluso de centro que en el 2006 veían con desconfianza a Humala, pero que en el 2011 decidieron apoyarlo con el argumento esbozado por Steven Levitsky de que “con Humala hay dudas; con Keiko, pruebas”. Lo cierto era precisamente lo contrario, como lo sostuvieron entonces Fernando Rospigliosi y otros periodistas de investigación que habían seguido con rigor la trayectoria del comandante candidato.

Entre los incautos que apoyaron a Humala en la segunda vuelta del 2011 estuvieron nuestro laureado Nobel Mario Vargas Llosa y el tristemente célebre Alejandro Toledo, hoy prófugo de la justicia, pero los que hicieron posible el triunfo de Humala fueron el ex presidente del Poder Judicial César San Martín y el empresario Marcelo Odebrecht. San Martín –quien había condenado a Alberto Fujimori a 25 años de prisión por responsabilidad mediata en los crímenes de Barrios Altos y La Cantuta– decidió archivar el Caso Madre Mía en el 2009 por falta de pruebas. Odebrecht financió la campaña de Humala y la asesoría de Luis Favre. El archivamiento del Caso Madre Mía y el apoyo brasileño fueron determinantes para persuadir a más de la mitad del electorado de la inocencia y moderación de Humala. La gestora de ambos respaldos habría sido Nadine Heredia, a juzgar por lo que escribió de puño y letra en sus agendas.

Es comprensible que quienes apoyaron activamente a Humala sientan hoy vergüenza de reconocer que se equivocaron. El ego, el odio y el dinero, según los casos, explican que todavía haya quienes se permitan defenderlo en artículos sinuosos o en las redes sociales. Otros han optado por guardar silencio. Lo que deberían hacer quienes apoyaron a Humala en el 2011 es reconocer públicamente su error y sumarse a la indignación que el caso merece. Se requieren fiscales y jueces valientes y honestos para resolver un caso de esta magnitud. La sociedad civil y la opinión pública no pueden permanecer indiferentes.