¿Y si nos hacemos los suecos?, por José Ugaz
¿Y si nos hacemos los suecos?, por José Ugaz
José Ugaz

Acaba de publicarse el Índice de Percepción de la Corrupción (CPI por sus siglas en inglés), instrumento promovido por Transparencia Internacional que desde hace más de 20 años rankea a los países en base a los indicadores que presentan 13 encuestadoras a nivel global. El índice asigna un puntaje entre 0 (totalmente corrupto) y 100 (sin corrupción), y va ubicando a los países en una tabla según el resultado que arrojen.

Luego de medir la percepción de corrupción en 176 países (los que no cuentan con al menos data de tres encuestadoras confiables no son incluidos), resulta que en el 2016, el 69% de los países evaluados arroja un puntaje desaprobatorio, es decir, por debajo de los 50 puntos. En otras palabras, más de dos tercios de la humanidad viven en un ambiente severamente marcado por la corrupción.

En esta última encuesta, una vez más los países escandinavos puntean la tabla. Dinamarca se ubica en el primer lugar con 90 puntos, seguida de Finlandia (89) y Suecia (88). La sorpresa en esta edición ha sido Nueva Zelanda, que rompió la hegemonía de los escandinavos y empató el primer lugar con 90 puntos. En el otro extremo, una vez más, Somalia aparece como colero con 10 puntos, seguido muy de cerca por Sudán del Sur (11), Corea del Norte (12) y Siria (13).

A nivel regional, la situación de América Latina ha empeorado. Solo tres países están por encima de la media: Uruguay (71), Chile (66) y Costa Rica (58). Todos los demás estamos jalados. Dadas las circunstancias que estamos viviendo, vale la pena señalar que Brasil aparece con 40 puntos y los demás países impactados por la corrupción del Caso Lava Jato están peor: Panamá con 38, Colombia 37, Argentina y El Salvador 36, el Perú 35, República Dominicana y Ecuador 31, Guatemala con 28 y Venezuela con 17. 

Analizando los resultados se pueden sacar algunas conclusiones interesantes. La primera es que hay una directa correlación entre países con una fuerte tradición de libertad de expresión, transparencia y acceso a la información, construida sobre la confianza de los ciudadanos en sus autoridades y sus instituciones (‘trust’), con la baja ocurrencia de prácticas corruptas. Por el contrario, la debilidad institucional, la falta de confianza entre gobernados y autoridades y la existencia de gobiernos autoritarios que actúan con poca transparencia, son terreno fértil para que campee la corrupción.

No es casual que países con severos problemas de gobernabilidad (denominados “estados fallidos” por algunos), estén atravesados por la corrupción. La corrupción no solo destruye la confianza necesaria para un desarrollo con estabilidad, sino que profundiza la pobreza y se convierte en la gran generadora de inequidad en el mundo. Según la organización Oxfam, solo ocho personas en el mundo ostentan una riqueza similar a la mitad de la humanidad (3.500 millones de personas), lo que constituye un escándalo sin precedentes.

En lo que a nosotros respecta, profundamente zarandeados por los escándalos de los Panamá Papers y Lava Jato, las cifras de percepción confirman la realidad. Brasil ha mejorado su puntuación al pasar de ser un país exportador de corrupción a ser un modelo de lucha contra este fenómeno. Hoy todos observamos con admiración el trabajo de los fiscales del Caso Lava Jato y la entereza del juez Sergio Moro. A tal punto, que exigimos a gritos a nuestros propios fiscales y jueces que sigan su ejemplo. 

Por el contrario, situaciones muy similares estremecen a Panamá, Colombia, República Dominicana, el Perú y demás socios secundarios del club Lava Jato. Sospecha generalizada, desconfianza en las autoridades a cargo de las investigaciones, sensación de impunidad para los peces gordos, en algunos casos salpicados de masivas movilizaciones. Pronto sabremos si supimos aprender las lecciones del ejemplo brasileño o si el reto nos quedó grande. La inminente orden de detención contra el ex presidente Toledo parece indicar que vamos por el camino correcto, fortalece a la fiscalía y descoloca a sus agresivos detractores.

Más allá de la grita, es necesario entender que esta profunda herida que ha abierto una operación internacional de gran corrupción, también se puede convertir en la gran oportunidad para iniciar un cambio real y sostenible que siente las bases para que en un futuro próximo podamos parecernos a los suecos, al menos en materia anticorrupción.