"No hay duda de que el fiasco del Gabinete Valer fue un golpe fuerte para el Ejecutivo y le costó varios puntos en las encuestas, pero la desaprobación, incluso extrema, rara vez alcanza para una renuncia" (Foto: Presidencia).
"No hay duda de que el fiasco del Gabinete Valer fue un golpe fuerte para el Ejecutivo y le costó varios puntos en las encuestas, pero la desaprobación, incluso extrema, rara vez alcanza para una renuncia" (Foto: Presidencia).
Omar Awapara

Con el nombramiento de a la cabeza de la Presidencia del Consejo de Ministros, el Ejecutivo parece haber salido a jugar a la ofensiva y con más desparpajo, como señaló ayer Martín Tanaka, sin ruborizarse por designaciones cuestionadas. La conferencia de prensa del lunes fue como esas pesadas picantes previas a una pelea de box, provocadora y desafiante, justo cuando el Gobierno cae fuertemente en las encuestas, incluyendo por primera vez una desaprobación mayoritaria transversal a todos los niveles socioeconómicos.

Desde que supimos los resultados de las elecciones, un escenario previsible era que ninguna fuerza política –ni el oficialismo ni la oposición más vocal asociada tanto a la candidata perdedora en la segunda vuelta como a las posteriores denuncias de fraude que mutaron rápidamente en vacancia desde el día uno– lograría predominar en el Parlamento. Con aproximadamente un tercio de los votos cada una, podían ejercer quizá un veto, pero no imponer una agenda.

Pero más allá de la distribución de los votos, se suma una diferencia clave entre el Gobierno y la oposición, que permite entender mejor por qué la actitud pechadora del Ejecutivo y su no se condice con la última foto de la opinión pública ni tampoco con la sensación de crisis de la semana pasada, que aparece hoy epidérmica. No hay duda de que el fiasco del Gabinete Valer fue un golpe fuerte para el Ejecutivo y le costó varios puntos en las encuestas, pero la desaprobación, incluso extrema, rara vez alcanza para una renuncia. Antes de eso llega la movilización ciudadana o una correlación desfavorable de votos en el Parlamento.

Por ahora, no hay calle, gracias a unas condiciones externas favorables y un manejo macroeconómico y monetario ortodoxo que camuflan temporalmente la destrucción en cámara lenta de un aparato estatal que no era ciertamente un reloj suizo, pero que sí empezaba a dar la hora más que dos veces al día en algunos sectores.

Y, por otro lado, va quedando claro que en el Congreso, más allá de las encuestas, editoriales o exhortaciones públicas, no hay apremio por vacar al presidente. Por dos razones. Primero, porque el Gobierno parece convencer mejor que la oposición. Como reveló un informe de Latina, el tan insostenible, como ya longevo, ministro Silva se reúne constantemente con congresistas. Más de 100 reuniones ha tenido con casi la mitad del Parlamento. Congresistas de Perú Libre, pero más importante, de Acción Popular y Alianza para el Progreso, incluyendo a la hermana del presidente de este último partido.

Por otro lado, las fuerzas que pueden estar contemplando una vacancia enfrentan un serio problema. No está claro, constitucionalmente, qué pasa si es que tanto Castillo como Boluarte renuncian (asumiendo que la vicepresidenta renuncia, como parecen anticipar), por lo que intentan defender la idea de que se convocaría solo a elecciones presidenciales y no congresales. Está claro que un llamado a elecciones generales es algo muy poco atractivo para congresistas que, en el 90% de los casos, están ahí por primera vez y que, probablemente, anticipan permanecer en sus curules por los cinco años de su mandato. Y debe existir el fundado temor, además, de que un proceso de vacancia pueda abrir una caja de pandora sin respuestas anticipadas.

En nombre del régimen democrático y por virtud de los intereses personales de congresistas, ante la ausencia de bancadas propiamente dichas, el equilibrio de fuerzas llevaría casi por inercia a que complete su mandato, lo que Carlos Meléndez describió en una reflexiva columna la semana pasada como el “mal peruano”. Pero un problema con ello es que sabemos que la debilidad estatal, resultado de la sucesión inacabable de designaciones indefendibles, puede ser tan nociva para la democracia en el mediano o largo plazo como un arrebato autoritario en el inmediato.