(Foto: Congreso)
(Foto: Congreso)
Richard Webb

Era julio de 1823, en plena Guerra de Independencia. Había pasado año y medio desde la declaración de San Martín, pero los españoles seguían atrincherados en el Callao. El marino británico Robert Proctor llegó al Perú para negociar un préstamo a la naciente república, y se vio obligado a viajar a Trujillo, donde se habían establecido tanto el presidente Riva Agüero como el nuevo Congreso del gobierno revolucionario.

Según Proctor, Riva Agüero le cuenta que los españoles estarían a punto de abandonar Lima y que él disponía de 5.000 soldados para un ataque, pero que el Congreso, que “nunca le perdonó haberse apoderado del mando por la fuerza”, le impedía marchar “poniendo obstáculos y dilaciones aún en los asuntos más triviales”.

Poco después, Proctor visita la casa en la que se encontraban los congresistas y es testigo de un suceso “extraordinario”. Primero, llegan dos ayudantes del presidente y penetran en el recinto a la fuerza. Luego, “uno de los oficiales salió corriendo y sacando la espada llamaba soldados, dejando su compañero en lucha con algunos diputados [...]. Poco después los dos oficiales volvieron con una partida de soldados que colocaron en las puertas [...]. Los oficiales entonces empezaron a reunir los diputados en el recinto y siguió el espectáculo más risible. Algunos, que sin duda creyeron que iba a llevárseles a la cámara para ser carneados, traslucían la cobardía más despreciable, y vestidos con medias de seda y diamantes, se escurrían a cualquier agujero o rincón sucios para ocultarse. Los dos oficiales y sus hombres entretanto los cazaban por todas partes y llevaban a la sala como rebaño al chiquero. Allí uno de los ayudantes leyó a los diputados un largo papel, recapitulando toda su mala conducta hacia el Estado y Gobierno, y declarando el Congreso disuelto. El Presidente afirmaba saber que siete de ellos correspondían con el enemigo y fueron presos; pero, retirándose los soldados, a los demás se les permitió ir adonde quisieran”.

Regresando al palacio del presidente, Proctor recuenta: “vi algunos diputados, a quienes había oído minutos antes protestar contra la grosera violación de la ley y la Constitución, entrando a palacio para ofrecer sus servicios y felicitar a Riva Agüero […]. Durante esta importante revolución hubo poquísima confusión en las calles y no se puede dar mayor prueba de la apatía de los peruanos en los asuntos públicos”.

“Celebrando luego, los invitados pasaron a otro cuarto para tomar café y otros refrescos, y divirtióme muchísimo ver algunos comensales, particularmente frailes, atascarse los bolsillos con masas y dulces de postre cuando Riva Agüero y sus relaciones inmediatas se retiraron”.

Ante cualquier duda acerca de la credibilidad del autor de este relato, contamos con la opinión del historiador Estuardo Nuñez, al que debemos una gran colección e interpretación de relatos de viajeros al Perú, que dice de Robert Proctor que “sus juicios son serenos y acertados y su crítica es equilibrada y sensata”, siendo “una de las fuentes más ponderadas para la historiagrafía de la época de la Independencia”. Proctor, así, nos ha legado un reportaje casi equivalente al de un video de lo que fue el primer round de la imparable batalla entre nuestros incansables poderes Ejecutivo y Legislativo.