"No debemos engañarnos. Aún en tiempos posmodernos, Ia identificación que nos resulta más fuerte e inmediata es aquella de la cercanía". Ilustración: Giovanni Tazza
"No debemos engañarnos. Aún en tiempos posmodernos, Ia identificación que nos resulta más fuerte e inmediata es aquella de la cercanía". Ilustración: Giovanni Tazza
Javier Díaz-Albertini

En las últimas semanas he leído interesantes opiniones en este Diario acerca del escándalo de las . Martín Tanaka nos hizo recordar el grave problema de desconfianza en nuestra sociedad que impulsa sobre todo la búsqueda del beneficio personal inmediato. Por su parte, Eduardo Dargent hizo hincapié en el dominio del patrimonialismo en el Estado y cómo la función pública es apropiada por privados, sus camarillas y organizaciones. Carmen McEvoy, a su vez, resaltó que este proceder “es sistémico, porque se expresa a diario en una sociedad atravesada por un sinnúmero de privilegios y traiciones”. Finalmente, Alex Huerta-Mercado se refirió a cómo la informalidad basada en relaciones cercanas sigue siendo capaz de descarrilar los sistemas normativos formales.

No debemos engañarnos. Aún en tiempos posmodernos, Ia identificación que nos resulta más fuerte e inmediata es aquella de la cercanía. La familia, los amigos y la comunidad representan adhesiones que derivan del hecho que nacemos sumamente vulnerables. Somos tan dependientes que las personas y los espacios que nos crían dejan marca, fidelidades y afectos imborrables. Los peruanos somos de los más desconfiados en el mundo –como bien subraya Tanaka (solo el 4% confía)– pero, en esa misma encuesta que cita, el 73% dice confiar plenamente en la familia. ¡Confiamos más en la familia que los chilenos (69%) –con los cuales encantan compararnos en las redes– y los estadounidenses (59%)!

La sangre llama. No hay mayor prueba de ello que morir por un padre, madre, hermano o hijo es casi un acto reflejo. La sangre también discrimina, crea privilegios y alimenta las mayores desigualdades en el mundo actual.

Amamos nuestra familia y barrio, pero también decimos sentirnos cercanos a nuestro país. Pero esto es muchas veces un deseo o ilusión. En algunos casos, se alimenta de la gesta de héroes mártires. En otros por las promesas clasificatorias al mundial. No nos sentimos orgullosos, no obstante, de la que corroe nuestras instituciones por centurias, de la ineptitud e indiferencia estatal ante el sufrimiento del compatriota, de la política que privilegia al vivo e ignora al ciudadano, de una democracia que no promueve derechos o de una educación que embrutece y salud que enferma.

La cercanía del clan, en cambio, es la que permite a una minoría privilegiada sacar enormes ventajas, pero también a una mayoría, sobrevivir. Para estos últimos, es la que les presta plata para vender en la paradita, cuida de los hijos durante la larga jornada lejos de casa, organiza la pollada para comprar oxígeno, es la que te cobija cuando cae el huayco o te desaloja la municipalidad. ¿A quién le debo lealtad?

El salto del clan hacia la nación solo se da plenamente cuando existen instituciones democráticas que empoderan, defienden y dan cabida a todos. Ocurre cuando estas asumen parte de las tareas del clan, pero ahora proyectadas hacia todos, sin exclusión.

Construir instituciones no es fácil porque significa romper el monopolio del particularismo para en su lugar establecer relaciones formales y universales. Maduran plenamente cuando destierran al personalismo que es la antítesis del espíritu igualitario que guía a las verdaderas instituciones. Esto se ve con claridad en el caso de las vacunas. Es un bien escaso y existen criterios respaldados por instituciones nacionales e internacionales para determinar el orden de los vacunados. Este orden no está dictado por quién soy (mi clan) sino qué soy (trabajo en primera línea, adulto mayor, diabético). A algunos de los privilegiados del país, les resulta inconcebible que tengan que esperar su turno, que sufran del “gusto depravado” (Tocqueville dixit) a que lo igualen con el “débil” y menesteroso.

En un país de débiles instituciones es triste y alarmante cuando tambalea alguna que mostraba solidez. Enseguida, los enlodados celebran su caída porque gozan creyendo que ha sido rebajada a su triste nivel. Muchos, más bien, celebramos cuando vemos que –aún atribuladas por el escándalo– siguen teniendo la férrea resolución de poner en marcha los mecanismos instalados que permiten que vuelvan a levantarse y continuar su trabajo honesto y eficiente. Es una lucha por la institucionalidad. Y así es como cada uno, cada día, puede ir construyendo nación.