Augusto Townsend Klinge

En un mitin en plena campaña presidencial de Estados Unidos, en el 2008, el candidato republicano John McCain empezó a circular el micro entre sus simpatizantes para escuchar sus preocupaciones. Uno de ellos dijo que estaba asustado porque el contrincante demócrata, Barack Obama, “frecuentaba terroristas”. McCain le contestó que no tenía por qué temer si Obama salía elegido presidente, porque era una persona decente.

Luego otra simpatizante tomó el micro y dijo que no podía confiar en Obama porque era “árabe”. McCain le respondió: “No, señora, es un buen ciudadano, un hombre de familia, con el que da la casualidad de que tengo discrepancias en temas fundamentales, y de eso se trata esta campaña”.

Qué lejos están los días en los que uno podía esperar que un –quizá no todos pero sí alguno– tuviese el coraje suficiente como para desafiar a sus propios seguidores, hacerles ver que estaban equivocados y mostrarles que incluso en la rivalidad más intensa, uno puede –y debe– reconocer la humanidad en el adversario.

McCain fue un republicano moderado. Un político imperfecto, como todos, pero que no temía tomar distancia de algunas posiciones de su partido –la interpretación maximalista del derecho a portar armas, por ejemplo– cuando tenía objeciones de conciencia.

Levantó la voz frente a lo que representaba para su partido tener a Donald Trump como candidato en la campaña presidencial del 2016, y Trump le respondió insolentemente diciendo que un prisionero no podía ser considerado héroe de guerra (en 1973, tras caer su avión en Vietnam, McCain fue capturado, sometido a tortura y aun así rechazó un ofrecimiento para ser liberado antes que otras personas).

Bien vale la pena preguntarse qué supone realmente ser en política. Ahora parece estar relacionado con quién grita o insulta más, siempre pensando en las cámaras o en el aplauso fácil de la propia tribu, buscando incordiar solo a quienes uno considera, para todo efecto práctico, indignos de respeto. Aquellos a quienes uno señala con alguna etiqueta cargada de desprecio que transmite: “Aquí el ‘bullying’ está permitido, ofenda usted a discreción”.

La valentía política de nuestros tiempos no parte de la conexión que uno pueda tener con su falibilidad como persona y la entereza que se requiere para tomar el camino más difícil o arriesgado, sino más bien con la comodidad de sentir que uno tiene una audiencia cautiva que lo apoya a rabiar… siempre y cuando no se aparte del libreto establecido. Porque esto equivaldría a traición, sancionable con expulsión y oprobio.

Valiente –se piensa– es el soldado de la causa, el que repite con más fuerza o vehemencia, sin chistar, el mensaje sugerido. El vocero infatigable que siempre encuentra la manera de escalar más la confrontación porque siente que eso es lo que se espera de él. El que identifica cualquier amago de disidencia en el bando propio y lo castiga sin contemplaciones, para hacer ver que no se tolerará a quien ponga en duda las verdades reveladas en las que cree ciegamente la tribu.

Aquí hay que detenerse un instante. Lo que se quiere hacer ver como una virtud es en realidad una versión corrompida que ha logrado inhibir una serie de otras virtudes, como empatía, objetividad, pensamiento crítico, veracidad, respeto. Nos estamos volviendo incapaces de identificar las debilidades o inconsistencias del argumento propio, porque someterlo a escrutinio, o abrir una línea de comunicación para escuchar a quien esté del otro lado, ya equivale a traición.

Ojalá pudiéramos tener una epifanía colectiva que nos hiciera ver las cosas desde la óptica de quienes sentimos que son “el enemigo”, o presas ignorantes de su agenda maquiavélica. Quizá encontraríamos en ellos la contrapartida de nuestros propios temores, y nos harían reflexionar sobre si realmente vale la pena alimentarlos. Con una pizca de empatía podríamos comprender que el tamaño de nuestras discrepancias sigue siendo minúsculo comparado con la grandeza del país que nos alberga y que nos da la oportunidad de coexistir pacíficamente, si quisiéramos hacer el esfuerzo.

Valiente en estos días no es el que le echa combustible a la confrontación. Valiente es el que decide hacerse cargo del incendiario en el bando propio. El que no se resigna a repetir mentiras o calzar etiquetas. El que asume el riesgo personal de ser percibido como traidor porque su honestidad intelectual e integridad moral pesan más que su deseo de acomodarse al grupo. El que se aventura a hablar con “el enemigo” sin pensar en el qué dirán, porque realmente quiere entender de dónde parten sus argumentos, aunque siga discrepando.

De esos valientes hay muy pocos. Y son los que nos enseñan con el ejemplo cómo vivir en democracia.

Augusto Townsend Klinge es cofundador de Recambio