(Foto: Archivo El Comercio)
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Juan Carlos Tafur

¿Es la matriz fujimorismo-antifujimorismo una realidad que condena a la política peruana a su permanente crisis? Hay un antifujimorismo radical, sin duda, que no le brinda carta de ciudadanía democrática al fujimorismo, pero no es el mayoritario. Y lo hay también en una izquierda que suma a esos resquemores una divergencia radical con el modelo económico instaurado en los 90.

Pero la mayor parte de las resistencias al fujimorismo proviene de quienes –en todos los sectores sociales– temen, con legitimidad, que su retorno al poder pueda significar una reedición de mecanismos autoritarios de control político, ese juego al filo del reglamento institucional que el fujimorismo gusta recorrer.

¿Ha definido este juego polar la escena política contemporánea del país? Es muy vanidoso por parte de los fujimoristas creer que ellos han sido el eje sobre el que ha discurrido la transición y los gobiernos posteriores.

Alejandro Toledo irrumpe en la escena política como un heraldo abiertamente antifujimorista y así logra el triunfo, pero su gobierno no tuvo necesidad de ejercer actos políticos reiterados sobre una agrupación que simplemente había desaparecido del mapa electoral.

Alan García está muy lejos de haber gobernado en base a aprensiones contra el fujimorismo. Por el contrario, se puede decir que gracias a él, el fujimorismo vuelve a capturar el sentido común, dada su cortesía política con los herederos de Alberto Fujimori.

Ollanta Humala construye su campaña, no con un discurso antifujimorista sino claramente izquierdista. Su eje político se movió hacia la moderación y a pesar de tener en la segunda vuelta a Keiko Fujimori, no hizo del antifujimorismo su ‘leitmotiv’. En sentido estricto, el suyo fue un gobierno antialanista más que antifujimorista.

Tampoco lo fue el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski. Tuvo que activar todas las asperezas posibles (algunas sin duda excesivas) para sobreponerse a su adversaria en la segunda vuelta, pero el suyo, lejos de ser un gobierno antifujimorista fue uno que le concedió en demasía, sin hacerle frente y sin sentar posturas de principio (por ejemplo, en Educación, donde le entregó el sector).

A PPK se le puede achacar un trato displicente con el fujimorismo, pero no es pues, esa descortesía, antifujimorismo. Será torpeza o falta de olfato político, pero no fue el suyo un gobierno que emprendiera una cruzada en contra de Fuerza Popular. ¿De qué eje fujimorismo-antifujimorismo hablamos, como nódulo interpretativo de lo ocurrido este año y pico de gobierno? De las inevitables escaramuzas de dos segundas vueltas no se puede extraer semejante narrativa.

Por lo demás, llama la atención que los portavoces más estentóreos de la tosquedad política, como son los fujimoristas, resientan que haya un grupo social contrario a su proyecto político. ¿Qué se quiere? ¿Qué no exista resistencia alguna? ¿Acaso el fujimorismo no despliega con fruición sus propios antis?

El antifujimorismo mayoritario no es antidemocrático. Es, más bien, saludable. Revela que la sociedad peruana o una parte de ella mantiene la guardia en alto. No supone un veto institucional de los poderes fácticos como el que existía en contra del Apra en buena parte del siglo XX. Es solo la inevitable divergencia respecto de una agrupación política cuya mayor “condena” es saber que solo podrá salir bien librada del test de la historia si vuelve al poder y lo ejerce con propiedad, no antes.

La del estribo: hay que ir a ver, leer y escuchar la exposición retrospectiva de Natalia Iguiñiz, en el Icpna de Miraflores. Merece ser visitada con apertura, curiosidad y vocación crítica. Solo queda esta semana.