Jaime de Althaus

La gran brecha en el Perú es la que separa al mundo del . La izquierda que ha llegado al gobierno representa intereses empresariales informales e incluso ilegales, pero en lo laboral representa y empodera a los sectores ultra formales, a la oligarquía sindical encarnada en la CGTP. En realidad, ambas esferas no se cruzan. El radicalismo laboral de la Agenda 19 ataca a la mediana y gran empresa formal, pero no a esas empresas constructoras, hoteleras, de transportes y de comida de provincias, algunas de las cuales son lavanderías del crimen organizado que apoyaron la candidatura de Pedro Castillo y se desenvuelven a medio camino entre la formalidad y la informalidad. Son las que ahora reciben la devolución de los aportes de campaña a través de contratos dolosos.

Así, quien llega al poder es efectivamente el pueblo, pero el pueblo en su expresión más patrimonialista, organizada en redes ilícitas, que usa como cobertura ideológica su alianza con los sectores laborales formales y organizados vinculados al partido comunista. Por supuesto, ambas esferas se retroalimentan. Una formalidad cada vez más cara y sobre-regulada no hace sino agrandar la brecha con la informalidad y ampliar el espacio de la actividad ilegal. Esos intereses se juntan y llegan no solo al Ejecutivo con Castillo, sino al Congreso a través de varias bancadas. Y se aprueban leyes que al mismo tiempo que destruyen la meritocracia y el equilibrio fiscal en el Estado encarecen aún más la formalidad y dilapidan los fondos como los de pensiones.

Castillo se apoya en ambos sectores. Las investigaciones fiscales, sin embargo, están desactivando el primero de ellos, las redes familiares e informales que lo sostienen. Pero entonces, si lo que le queda es el apoyo de las organizaciones sindicales, no dará marcha atrás en los destructivos decretos supremos que restringen la terciarización y facilitan las huelgas. Los propósitos de Burneo de restablecer la confianza para reactivar el crecimiento ararán en el mar.

El problema es que la mayor parte de los partidos responde en cierta medida a esa clase de intereses. Ninguno representa el pueblo informal emergente, ese que no está organizado, pero quiere progresar en la legalidad y alcanzar la formalidad para dar el salto, si no quiere desbordarse hacia la ilegalidad.

Algo de eso representó en su momento Acción Popular, con el Estado apoyando a los pueblos por medio de Cooperación Popular y el desarrollo vial. Pero ya vemos en qué degeneró ese poderoso impulso auroral. Asimismo, hubo un tiempo en que el fujimorismo representaba a ese sector popular emergente, con el que se conectó Fujimori haciendo gerencia social directa y personal en el campo. Pero al fujimorismo parece habérsele secado también su savia más sana. No ha planteado reformas para desmontar el Estado excluyente y crear una regulación inclusiva que permita a los informales acceder a la formalidad y a las palancas del progreso. Aún no ha procesado la experiencia de los 90 para extraer de ella lo positivo y transformarlo en propuesta actualizada.

Este gobierno y los partidos en general prefieren dictar normas que atornillan a los servidores públicos sin méritos ni evaluaciones, en lugar de procurar la meritocracia y la reforma de la salud y la educación. Para ellos, el destinatario de las políticas no es el pueblo que necesita buenos y eficientes servicios públicos, para nivelar la cancha, sino los gremios de empleados estatales vistos como bolsones ilusorios de votos. Es el clientelismo miope que destruye el futuro y anula la efectividad de cualquier política redistributiva.

El campo para un liderazgo que aspire a representar a los sectores populares deseosos de prosperar dentro de un marco legal facilitador y productivo, no en la ilegalidad, está abierto y libre. Tiene que aparecer.

Jaime de Althaus es analista político