(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).

La gran ganadora de las elecciones presidenciales del 2016 fue, qué duda cabe, la derecha: no solo obtuvo las dos candidaturas más representativas en la primera vuelta (lo cual, en principio, aseguraba un contingente legislativo capaz de realizar reformas cruciales), sino que además las elecciones sirvieron en gran medida como un balotaje sobre el modelo de desarrollo. Las candidaturas de la izquierda (Santos, Arana y Mendoza, entre otras), proponían cambiar la Constitución (en verdad, el capítulo económico de la misma).

Pasados dos años y poco de dicha ventana de oportunidad, hoy no quedan sino escombros de aquella victoria. La parte política no solo está maniatada, sino diezmada: sus principales líderes políticos arrinconados bajo alguna nomenclatura penal (desde el impedimento de salida del país hasta la prisión preventiva), sus bancadas desprestigiadas y dedicadas a la protección de sus líderes o miembros, sus operadores políticos y mediáticos disminuidos y desorientados, y así.

Nada de esto implica, por cierto, que en la vereda del frente las cosas anden mejor: desde Humala hasta Santos, pasando por Mendoza, Villarán y muchos otros conspicuos líderes de la izquierda local, o pasan por trances similares o han caído en el saco de la reprobación ciudadana. No fue la izquierda, sin embargo, quien ganó el espacio político en el 2016, y no fueron ellos, por ende, los llamados a realizar los cambios que la ciudadanía esperaba.

¿Y qué esperaba esta? En simple, un giro en el manejo de la economía (luego del frenazo nacionalista) y mayor transparencia de los actos (asqueados por las evidentes corruptelas). Ni uno ni otro. Y no nos referimos solo al Ejecutivo; si revisamos la agenda programática desplegada por las bancadas a la derecha, pues el chasco es mayúsculo: restricciones a las libertades de todo tipo, populismo desbocado, vocación inacabable por perforar la caja fiscal, turbiedad en los actos, compadrazgos sin vergüenza, y un larguísimo etcétera. Todo lo contrario a lo que pudo –y debió– primar en el quinquenio: cuentas claras sobre los contubernios en los gobiernos pasados, así como la iniciativa reformista tantas veces postergada, dirigida a corregir nuestras taras institucionales y de productividad.

¿Quién tuvo la mayor responsabilidad en el desastre? Pues, la verdad, no importa mucho a estas alturas. La pregunta es quién llegará mejor posicionado a las justas del 2021, si la derecha, el centro o la izquierda.

Si de algo sirven la experiencia y la historia sobre el tema, la teoría de los péndulos funciona por algo (los electores suelen oscilar entre la izquierda y la derecha conforme se desilusionan de los gobiernos salientes). Luego están las ‘caras’ que representan a los distintos sectores (como ya sabemos, el cerebro político es más emocional que racional); si a la izquierda las ‘caras’ están cuestionadas, no existen ‘caras’ viables a la derecha, y sobran en el centro populista.

Está también, por supuesto, la narrativa colectiva, donde, si bien la izquierda ha sido golpeada, lo ha sido en menor medida que la derecha. Y si a todo ello le sumamos datos concretos sobre preferencias ideológicas (Test de Nolan, producido por Datum los últimos cinco años), pues la imagen es más nítida: si de probabilidades se trata, no debería llamar la atención un giro a la izquierda en las próximas elecciones, lo que nos sitúa desde el centro populista hasta la izquierda radical.