El viejo Ray ha vuelto, por Santiago Roncagliolo
El viejo Ray ha vuelto, por Santiago Roncagliolo
Santiago Roncagliolo

Todos creemos saber qué hace a un libro genial. Pero simplemente, llamamos “buena literatura” a la que nos gusta. Decidimos el valor de un libro según lo que nos hace sentir. Y diferentes personas sienten cosas diferentes.

Esta semana, lo constaté con claridad en las deliberaciones del XX premio Alfaguara de Novela. Ocho jurados, casi todos escritores, de diferentes generaciones, países y gustos, llevábamos prácticamente una favorita por cabeza. Cada vez que uno defendía la suya apasionadamente, descubría atónito que los demás estaban en desacuerdo. Hay tantas versiones como lectores de una novela. Como espejos, los libros presentan una imagen diferente según quién tienen delante.

Discutimos toda una tarde y parte de la noche. Consideramos detalles mínimos y hasta tipográficos. Hasta que dimos con un libro que la mayoría podíamos defender, cada uno desde su manera de entender la literatura. Una metáfora del mundo contemporáneo arriesgada y ambiciosa narrada con ternura y oficio. Al abrir la plica del seudónimo, resultó ser “Rendición” de .

Siendo el vigésimo aniversario del premio, resulta muy sugerente mirar atrás. En su primera edición, el Alfaguara recayó ex aequo en dos pesos pesados: Sergio Ramírez y Eliseo Alberto. El primero, ex vicepresidente de Nicaragua. El segundo, exiliado cubano. La novela de Ramírez revisaba la historia de Nicaragua con referencias a Rubén Darío o Somoza. La de Alberto era protagonizada por un veterano de la guerra de Angola.

Entre autores como ellos, Loriga parecía un impresentable. Hasta su foto desentonaba: pelo largo, anillo con calavera, tatuajes... Escribía canciones de rock y películas de Almodóvar. Sus novelas eran ‘road movies’ de hermanos con pistolas o retratos de adolescentes con cervezas. España tenía veinte años y él estaba ahí para celebrarlo. Pero comenzaba a ampliar sus horizontes. Sus siguientes trabajos, “Tokio ya no nos quiere”, “Trífero” o “El hombre que inventó Manhattan” ya no bebían del realismo, sino de la ciencia ficción o la parodia. Eso sí, seguían resultando un corte de mangas contra el folclor hispano: podían haber sido escritos por un ruso, un inglés o un chino.

La novela premiada, , no menciona un solo nombre. No sabemos dónde ocurre, ni siquiera cómo se llaman los personajes. Narra la historia de una familia que, huyendo de la guerra y la miseria, encuentra una ciudad de cristal, en la que todas las personas se observan y vigilan mutuamente, en la que nadie tiene olor y es obligatorio ser feliz. Loriga nos hace pensar en los refugiados, en el conformismo que nace del miedo y en la sociedad de la hipervigilancia. Y así, vuelve a enseñarnos que un escritor en español puede hablar de cualquier tema, porque cuando escribes un libro, la capital del mundo eres tú.

En el jurado había escritores que han acompañado la aventura del ‘boom’ latinoamericano, como Juan Cruz o (de la que nos enamoramos todos). También estaba Marcos Giralt Torrente, contemporáneo y paisano del ganador. Y tres menores de origen latinoamericano: Andrés Neuman, Samanta Schweblin y yo. Es significativo que nos hayamos encontrado en Loriga. En las dos décadas que lleva el premio, el joven rebelde se ha convertido en el referente, y la lengua que escribía de sus dictaduras nacionales ha dejado de tener límites.

El Loriga que se presentó el día de la premiación era un respetable padre de familia con el pelo corto. Por suerte, iba convenientemente despeinado y desarrapado. De hecho, creo que también estaba borracho. Pero solo porque no quería decepcionarnos.