Violencia nuestra de cada día, por Gonzalo Portocarrero
Violencia nuestra de cada día, por Gonzalo Portocarrero
Gonzalo Portocarrero

Con la marcha del 13 de agosto Ni Una Menos se cristaliza un nuevo estado de conciencia en amplios sectores de la población. Un rechazo principista a la violencia y, también, el reclamo de sanciones ejemplares contra quienes han coactado por la fuerza la libertad de las mujeres. Esta coacción, sin embargo, no es tanto una locura individual, sino que nace de pretender que la mujer sería propiedad del hombre que la habría ganado por ‘mantenerla’, ‘protegerla’ y ‘quererla’.

Entonces, este ‘derecho’, o expectativa de ser obedecido, suele estar inscrito en las mentalidades y en las prácticas sociales desde tiempos inmemoriales, de modo que se le valora como algo natural e inmodificable. En realidad, esta sensibilidad nace, o se reproduce, con la vivencia del ‘sexo fuerte’ de cumplir con las funciones que ameritan, como contraprestación, el respeto y la sujeción del ‘sexo débil’. 

El rechazo a la violencia contra la mujer, el nuevo discurso y sensibilidad vienen pues a contradecir expectativas y prácticas que tienen no solo profundas raíces históricas, sino una plena actualidad como es visible en la actual socialización de la infancia. Como es sabido, al niño se le educa para reprimir sus sentimientos, especialmente los negativos, como el dolor y la desilusión. Y como forma de compensar esta mutilación se le prepara para defenderse y agredir, haciéndole creer que del desarrollo de estas capacidades derivará una posición de supremacía que compensará, largamente, las frustraciones de no haber sido acogido cuando así lo demandaba.

Entonces, a cambio de secar las lágrimas se instala en el niño una promesa de dominio, especialmente sobre los más débiles. En retribución a no agredirlos, y protegerlos, podrá contar con su docilidad y sometimiento. Sacrificar la sensibilidad por el poder es una apuesta que vale la pena. Tal es el supuesto del ideal de virilidad que preside la educación de los niños.

Muy diferente es la socialización de las niñas. A ellas se les permite vivir sus emociones. No se las reprime, eqsino se las acoge y consuela. A la niña que se cae se le compadece, se le permite gritar su dolor. Pero al niño se le corta con la frase: “Aguanta, sé hombre, no seas maricón”. De otro lado, tampoco interesa que las niñas desarrollen una capacidad de defenderse y agredir, pues se imagina que ellas se abrirán paso en la vida a partir del gusto e incondicionalidad que su arreglo y belleza podrá despertar en un varón que las protegerá. Mientras que los niños juegan a la competencia guerrera, las niñas juegan a arreglarse, a las muñecas y a la casita. Estamos hablando, desde luego, de lo típico y característico, pues las realidades de la socialización difieren entre sí, aunque tampoco tanto.

Frente a la realidad de las prácticas ‘encarnadas’ ha emergido un discurso contestatario, anclado en los ideales de equidad y rechazo de la violencia. Un discurso que se impone sobre nuestra conciencia moral, pues no hace más que exigir la realización de la equidad por tanto tiempo prometida. No obstante, se trata de un discurso que dista de estar incorporado en el campo definitivo de las primeras reacciones. Es el discurso políticamente correcto, el que está en nuestras opiniones elaboradas, en la punta de la lengua. Pero no aún en el trasfondo de nuestro inconsciente donde el discurso patriarcal tiene una persistente vigencia. 

Y es que el discurso de la equidad tiene que navegar a contracorriente en una sociedad que hace del ‘éxito’, a través de la competencia, la preocupación central de la vida. Entonces los valores masculinos de aguantar y agredir se ven reforzados, y se universalizan, como naturales a ambos géneros. Y se devalúan los valores asociados a lo femenino tradicional como la paciencia y el cuidado del otro. Prueba contundente de esta situación es el éxito de series como “Game of Thrones” y muchas otras, en las que se proyecta sobre el pasado las características propias de nuestro presente. Se imaginan entonces sociedades llenas de ambición y deseos de prevalencia, donde todo vale, y la única ilusión es el poder. Sociedades condenadas a una guerra civil perpetua.

Estas series me parecen absolutamente retrógradas. Mutilan la imaginación de la gente haciendo creer que el conflicto es la realidad última de los vínculos sociales y que la equidad entre los sexos significa la masificación de mujeres guerreras y ambiciosas. El cambio del sistema de género es un proceso que se está dando y que debemos apresurar a partir de un cambio profundo de la socialización de la infancia.