La CCL se pronunció sobre la cuestión de confianza que planteó el presidente Martín Vizcarra al Congreso. (Foto: GEC)
La CCL se pronunció sobre la cuestión de confianza que planteó el presidente Martín Vizcarra al Congreso. (Foto: GEC)
Fernando Rospigliosi

Como era previsible, ante su constante caída en las encuestas, el presidente reaccionó atacando al y enarbolando la bandera de la lucha anticorrupción, los temas que le permitieron aumentar su popularidad el año pasado.

Esta vez ha vuelto a agitar la amenaza del cierre del Congreso vía la si no aprueban las reformas que él quiere, en los plazos que él fija y, eso sí, sin modificar ni una coma. Por supuesto, ese es un comportamiento antidemocrático. Los y las deberían ser materia de una amplia discusión y de una negociación de los partidos y grupos involucrados, como en cualquier país democrático, no producto de un capricho ni de una imposición, sobre todo teniendo en cuenta que las propuestas fueron realizadas por una comisión, integrada por personas muy respetables, pero que nadie eligió.

A ese respecto hay que anotar algunas cosas. Primero, es cierto que el sistema político requiere cambios importantes. Segundo, esos cambios, aunque estén muy bien diseñados, no van a resolver las deficiencias del sistema político. Pueden mejorarlo un poco o hacerlo menos malo. El ejemplo más obvio es el de la reforma del sistema judicial que fue diseñado por otra comisión de notables y que el gobierno impuso al Congreso. El fracaso del concurso convocado por la comisión encargada muestra que un cambio de nombres y ciertas reglas no bastan para producir alteraciones profundas y efectivas.

Tercero, las propuestas de la comisión de reforma política tienen aspectos interesantes pero varios otros muy discutibles, como la de integrar las listas de candidatos al Congreso paritaria y alternadamente entre hombres y mujeres.

Otra propuesta problemática de la comisión es la que establece que “en las elecciones internas [de los partidos], deben votar todos los electores que se encuentren inscritos en el padrón electoral”. (Artículo 24.1). Es decir, los casi 24 millones de ciudadanos votaremos en las elecciones internas de los más de 20 partidos inscritos –en uno de los partidos, se entiende– para designar a los candidatos, el primer domingo de octubre anterior al año de elecciones generales. Un ultrademocratismo absurdo por donde se lo mire.

Negativo, además, si tomamos en cuenta la experiencia norteamericana que analizan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. Allí, dicen, siempre hubo caudillos populistas con bastante arraigo que nunca pudieron ser candidatos de los demócratas o republicanos y, por tanto, llegar al gobierno, porque las cúpulas de los partidos, conscientes del peligro, los bloquearon. Hasta que en los últimos años, esas cúpulas fueron perdiendo capacidad de veto y, finalmente, ocurrió: un populista como Donald Trump, una amenaza para la democracia según los autores, se impuso en las primarias sin que los dirigentes republicanos pudieran frenarlo, a pesar de que lo intentaron. (“Cómo mueren las democracias”, 2018).

Cuarto, precisamente uno de los tantos errores de esa mayoría parlamentaria fue no preocuparse por la reforma política y dejar un vacío que luego aprovechó el gobierno, no para tratar de mejorar el sistema político, sino usándola como un arma contra la oposición. Por ejemplo, pudieron haber cambiado la norma que prohíbe la reelección de alcaldes y gobernadores regionales, que fue aprobada por pura demagogia en el período anterior cuando aparecieron muchos y notorios casos de autoridades locales corruptas y que, a la luz de lo que ya se está viendo, no ha mejorado la calidad de las nuevas autoridades.

Ahora se abre nuevamente una etapa de profunda incertidumbre. Nadie sabe qué puede ocurrir en un país sin instituciones ni reglas claras. En el Congreso algunos actuarán de acuerdo con convicciones o consignas políticas, pero otros, movidos por intereses egoístas, favorecerán la disolución del Congreso ahora porque creen que podrán reelegirse en el 2021. Por el contrario, aquellos que no tienen esa ilusión, tratarán de mantenerse los dos años que faltan y harán lo que sea necesario para evitar la clausura.

Y los que quieren pescar a río revuelto, insisten en tratar de convocar una Asamblea Constituyente que sumiría al país en la parálisis económica y el caos político.

Como bien dice el editorial de El Comercio, “el proceso iniciado por Vizcarra, sobre todo por el fantasma de la disolución del Congreso que viene con él, no suma a la causa de fortalecer nuestra democracia, corroe la institucionalidad del Congreso y puede perjudicar la estabilidad que la economía demanda” (30/5/19). Y, como advierte el titular de “Gestión”, la “inversión privada no minera está parada por conflictividad política” (31/5/19). Esto antes de la nueva escalada provocada por el gobierno.

Como es evidente, nada de eso le importa al presidente. Salvo su popularidad, el resto no cuenta.