(Foto: AFP)
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Juan Paredes Castro

En el mismo baúl del que salió en cuestión de horas para asumir la presidencia, ha metido, a presión de puño, el futuro constitucional del Perú, bajo una propuesta de adelanto de elecciones con más riesgos que aciertos.

Hasta que solo Vizcarra decida cuándo y cómo abrir este baúl y bajo qué nuevas reglas, que podrían no ser democráticas, no sabremos a qué atenernos. Más aún si el juego político igualmente hermético del , puesto a decidir sobre el adelanto de elecciones, termina por cancelar tal posibilidad.

La incógnita del Perú político, económico y social de mañana, que ronda sobre nuestras cabezas, yace, pues, en esta metáfora del baúl presidencial y en lo que haga o deje de hacer el Congreso detrás de la otra metáfora: la del biombo de sus intereses, votos, tiempos y plazos.

Respiraríamos aliviados si, llegado el momento, Vizcarra salvara de la actual crisis política el futuro constitucional del país, con o sin adelanto de elecciones. Lamentablemente, de baúles similares al que él tiene entre manos han salido, aquí y en América Latina, experiencias populistas y autoritarias de traumático recuerdo e impacto. También hemos tenido baúles en Palacio de Gobierno de los que han salido poderes paralelos al presidencial que ni la ley ni la Constitución han podido evitar ni sancionar hasta hoy, demostrando cuán vulnerable, infiltrable, influenciable e imprevisible viene a ser este cargo a lo largo de su historia.

El presidente culpa de su propuesta de adelanto de elecciones a un Congreso al que califica de obstruccionista y al que amenaza con disolver, pero que, hechas las sumas y restas, ha terminado haciendo, hasta hoy, todo lo que el Gobierno le ha pedido, desde la concesión de facultades legislativas mal aprovechadas hasta la aprobación de apuradas y mediocres reformas políticas confirmadas en referéndum.

Que este Congreso haya hecho y siga haciendo uso de sus facultades de control, fiscalización, investigación e interpelación a ministros no es de otro mundo. Que una mayoría parlamentaria resulte díscola e incómoda a un gobierno, y viceversa, tampoco. Pero poner en grave riesgo una estructura constitucional solo porque uno de los poderes del Estado se siente incapaz de completar su mandato, presionando a su vez sobre el otro para que también acorte el suyo, resulta realmente insólito.

Es verdad que la mayoría parlamentaria fujimorista fue frenéticamente inamistosa y confrontacional con Kuczynski hasta llevarlo a la renuncia. Algo pasó en el camino siguiente para que también fuera inamistosa y confrontacional con Vizcarra. Sin embargo, nada ha golpeado tanto al fujimorismo como la cruzada anticorrupción de Vizcarra, por tocar, entre otras cosas, las fibras sensibles del proceso fiscal y judicial contra y su entorno. La gran paradoja de este cruce de lanzas es el piso rocoso fiscal y judicial por el que vienen transitando todos aquellos aguerridos antifujimoristas que conquistaron el poder prometiendo liquidar la corrupción, como Toledo, Humala, Villarán y Kuczynski.

El fujimorismo militante no ha podido superar su rencor profundo por las dos pérdidas electorales presidenciales de Keiko como el antifujimorismo activista tampoco ha podido superar su honda vergüenza por el voto y aval moral concedidos a quienes llegaron a la presidencia y a la Alcaldía de Lima viendo la paja en el ojo ajeno (con adversarios a los que llamó ladrones y criminales) y no la enorme viga que traían en el propio.

La crisis política de estos días es consecuencia de este cortocircuito de odio y confrontación entre el fujimorismo y el antifujimorismo, que arrastra en su periferia, penosamente, a muchos otros bandos que podrían estar por encima de estas y otras diferencias aparentemente irreconciliables.

Necesitamos abrir otro baúl, en una metáfora distinta y superior, por aquello que nos negamos a abrir: diálogo, concertación y consensos, en lugar de exponer a nuestro sistema político a una apuesta reformista improvisada que podría derivar en un peligroso cisma antidemocrático.