(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Gonzalo Portocarrero

Tradicionalmente el Perú, especialmente el mundo criollo, ha sido una sociedad con un ánimo pesimista, con muy poca confianza en el futuro. Un país “jodido”, sin mucho porvenir, de donde convendría salir –especialmente si eres joven– para enmendar y enriquecer una vida que, de otra manera, se vería frustrada por la falta de oportunidades y por la abundancia de posibilidades de transgredir la ley, crímenes llamados a quedar impunes. Y todo ello sin entrar a hablar de la jerarquización social y del predominio de actitudes discriminatorias (como el machismo o el racismo) que son el marco de fondo que recorta las posibilidades del desarrollo humano de las mayorías, y que enrarecen el ambiente al impregnarlo de frustración, agresividad y violencia. De allí que, desde hace muchos años, los padres criollos les inculcaran a sus hijos e hijas el mandato de migrar del Perú bajo la seguridad de que, adonde sea que fuesen, sus posibilidades serían mucho más favorables. Y que, en todo caso, podrían regresar conforme sus ahorros y remesas les pudieran garantizar un bienestar seguro aquí. Estos mandatos se generalizaron también en el Perú de raíz andina.

Pero en los últimos 30 años algo muy significativo ha pasado en el Perú provocando que las lecturas de los signos de los tiempos ya no apunten a destacar únicamente lo negativo. Ha sido tal la fuerza de los hechos positivos que hoy en día la mayoría de la opinión pública tiene una visión optimista del futuro del país. Me refiero, desde luego, al fin de la violencia política y al ‘boom’ económico producido por la inversión minera y por los altos precios de los metales. Pero también a la caída de las tasas de pobreza y al surgimiento de una nueva clase media de origen mestizo. En el campo estratégico de la educación, a la mejora del sistema escolar que vincula un poco más a los peruanos. Y en términos de cultura política, al desplazamiento de la confrontación por el diálogo como método para resolver los conflictos. En este sentido, una señal muy significativa ha sido el predominio de una actitud de protesta pacífica en las manifestaciones contra la corrupción. Cosa que no sucedía antes, pues se suponía que todo cambio tendría que ser sellado con derramamientos de sangre para que fuera realmente efectivo.

Nada de esto es –aún– algo definitivo y autosustentable. Pero es el mejor panorama que hemos tenido en los últimos años. El economicismo neoliberal del llamado “piloto automático” supuso que lo único importante para el país eran las tasas de crecimiento económico, y que todo lo demás se iría solucionando como consecuencia de los nuevos recursos. Pero gracias al presidente y su ferviente llamado a la lucha contra la corrupción ahora nos damos cuenta de que, sin institucionalidad, los recursos son tragados por las mafias, minimizándose su valor para fortalecer las capacidades de la población y del país. En este sentido, estamos bendecidos con la descomposición de –y quizá del Apra–, pues con el desvanecimiento paulatino de la bancada naranja se desmorona el “pacto de impunidad con la corrupción”, denunciado valerosamente por el congresista Alberto de Belaunde, como el eje de la gobernabilidad del fujiaprismo.

Estamos pues instalados en un nuevo desafío. Y la tarea para salir airosos es la reforma del Estado, incluyendo al Ministerio Público, al Poder Judicial, al Congreso de la República y, desde luego, al mismo Poder Ejecutivo, ya que, por más simpatía que nos despierte el presidente, también es cierto que para todos los cambios pendientes que tenemos que implementar no podemos depender del liderazgo de una sola persona. Además, como sabemos gracias a tantísimas experiencias históricas, la concentración del poder es la primera causa de la corrupción, por lo que resulta urgente evitar caudillismos mesiánicos por más bien inspirados que puedan estar en un inicio.

Y tampoco podremos enfrentar la nueva época que se abre sin un esclarecimiento ideológico sobre el país en el que deseamos vivir, y que, para llegar a serlo, necesitará de mucho pluralismo y respeto. Capacidad de diálogo y orden.