"El presidente está a tiempo de desistir del despropósito, buscar activamente el diálogo y forjar consensos". (Ilustración: Rolando Pinillos)
"El presidente está a tiempo de desistir del despropósito, buscar activamente el diálogo y forjar consensos". (Ilustración: Rolando Pinillos)
Roberto Abusada Salah

El populismo que vemos resurgir en el mundo desarrollado ha sido el mal endémico más grave de Latinoamérica en el siglo pasado. Sus dos máximos exponentes, el brasileño Getulio Vargas y el argentino Juan Domingo Perón, siguen teniendo esmerados discípulos. En este siglo, el populismo ha ganado impulso en toda América con líderes carismáticos en el poder: Donald Trump, los esposos Néstor y Cristina Kirchner, Hugo Chávez, Evo Morales y, recientemente, Jair Bolsonaro y Andrés Manuel López Obrador.

La característica más saltante del populista es el maniqueísmo (del sabio persa Mani), que coloca al ‘pueblo’ en contraposición del ‘no pueblo’ supuestamente conformado por las élites (del francés, elegidos), de los poderosos, adinerados, cultos o corruptos. El pueblo, en cambio es el bueno (¿sano y sagrado?), que vive injustas carencias.

¿Es el presidente Martín Vizcarra un populista? No lo creo. En todo caso, no lo es en la acepción más estricta. Durante su desempeño como gobernador en Moquegua no mostró signos populistas cuando desplegó su iniciativa en favor de la educación (con el apoyo de Southern). Una tarea que llevó a esa región al mejor desempeño escolar en matemáticas y comprensión lectora. Tampoco los mostró cuando impulsó inteligentemente el proyecto minero Quellaveco empaquetándolo junto con obras de infraestructura para su región. Vizcarra, más bien, parece simplemente haber sido atraído por la retórica populista. El ‘populismo’ de Vizcarra es la manifestación de su frustración al enfrentar la tarea de avanzar en la solución de los acuciantes problemas de la economía, la seguridad, la salud, la reconstrucción, la infraestructura o los conflictos sociales. Contribuyen a esa frustración la inexperiencia e incompetencia de muchos de los miembros de su Gabinete, su propia impericia para construir consensos políticos, y su obsesiva atención a los índices de popularidad.

Ante ello, el presidente ha encontrado en el adelanto de elecciones la falsa solución que cree necesitar el Perú: terminar con la confrontación política y elegir nuevas autoridades que impulsen el progreso. Es en la consecución de ese propósito que Vizcarra apela al ‘pueblo’ y se erige como auténtico intérprete de la voluntad popular. Casi naturalmente adopta todo el léxico del populista. Viaja por todo el país buscando en muchos ineficaces líderes regionales el apoyo que le ha sido esquivo en el Congreso, con excepción de aquellos de sus miembros determinados a subvertir la actual Constitución. El ‘pueblo’ es el leitmotiv en todos sus discursos. “No nos van a ganar porque estamos en el lado correcto, estamos al lado del pueblo, que es honesto; en el pueblo nos apoyamos…no es una propuesta del Ejecutivo, es la demanda del pueblo…el pueblo es el principal soporte de este gobierno…no hay que temer la decisión del pueblo”. Lo que en realidad el presidente está impulsando, quizá ingenuamente, es un salto al vacío.

Junto con la forma pródiga en que se viene modificando la Constitución, las apresuradas elecciones que propone completan el escenario perfecto para el cambio definitivo: la abolición del régimen económico constitucional que terminó con aquel populismo peruano que robó tres décadas al progreso de la nación y acarreó la multiplicación de la pobreza.

La actual crisis es la otra cara de la moneda de la destrucción de la institucionalidad. Paradójicamente, Vizcarra, con sus propuestas de reforma política y judicial, podría haber mitigado ese deterioro institucional. Sin embargo, fue él quien las desnaturalizó al eliminar, en un arranque populista, la reelección congresal y llamar al ‘pueblo’ a votar en contra de la bicameralidad. La imprescindible reforma del sistema judicial se ha quedado en el fiasco de la JNJ que solo apunta a un cambio de nombre para que nada cambie. Hoy el sistema político peruano se ‘resetea’ cada cinco años para dar oportunidad a todo aventurero sin ideas a tentar el poder.

El presidente está a tiempo de desistir del despropósito, buscar activamente el diálogo y forjar consensos para acometer dos o tres tareas (una es retomar la bicameralidad; otra, impulsar su plan de infraestructura) y mejorar así el pesimista humor nacional.