La congresista fujimorista Rosa Bartra volvió a asumir la presidencia de la Comisión de Constitución, que se instaló ayer para el período de sesiones 2019-2020. El grupo volverá a reunirse en dos semanas. (Foto: Anthony Niño de Guzmán/ GEC)
La congresista fujimorista Rosa Bartra volvió a asumir la presidencia de la Comisión de Constitución, que se instaló ayer para el período de sesiones 2019-2020. El grupo volverá a reunirse en dos semanas. (Foto: Anthony Niño de Guzmán/ GEC)
Editorial El Comercio

El 31 de julio, luego de que el presidente Martín Vizcarra lo anunciara en su discurso por Fiestas Patrias, el Ejecutivo presentó al Congreso el proyecto de reforma constitucional que pretende adelantar un año las elecciones generales del 2021. Desde ese entonces, la medida ha quedado en manos del Poder Legislativo y dependerá de él definir cuándo deberán acudir los peruanos a las urnas.

Así, las circunstancias han puesto en manos del Parlamento, no solo la viabilidad de la propuesta del gobierno –que podría ser rechazada de plano por los congresistas o complicada por los plazos que deben cumplirse si se aprueba–, sino también buena parte de la estabilidad política del Perú. Y es que, como es evidente, no tener claro cuándo serán las próximas elecciones genera niveles de incertidumbre que distan de ser saludables.

Ante esto, es obvio que la celeridad que el Congreso le pueda imprimir a sus procesos para dar trámite a la propuesta del gobierno será clave, especialmente en lo que concierne a la Comisión de Constitución. En el pasado, el referido grupo de trabajo, presidido por la congresista Rosa Bartra, ha demostrado que no le molesta caminar con pies de plomo cuando de reformas planteadas por el Ejecutivo se trata. De esta manera, como se recuerda, proyectos como el de la bicameralidad (11 sesiones y 42 horas de debate) y el de la inscripción y cancelación de partidos políticos (siete sesiones y 25 horas de debate) mostraron demoras pasmosas que, frente a un proyecto cuyo objetivo depende muchísimo del cumplimiento de ciertos plazos, no resultan convenientes.

El tratamiento rápido de la propuesta del gobierno, además, resultará aún más importante si lo que se termina por decidir es que las elecciones, en efecto, sean en el 2020. Como se sabe, del cumplimiento efectivo de los plazos electorales dependerá la calidad de los comicios y, de esto último, la legitimidad que ostenten quienes sean elegidos para dirigir el destino del país hasta el 2025.

Sin embargo, si la incertidumbre por la que pasa el país y la posible amenaza de una elección conducida de forma apresurada no bastan como razones, el Congreso debería poder identificar otros motivos –políticos en su naturaleza– para andar a paso ligero con la reforma propuesta por el presidente. Y es que si lo que explica las demoras es un intento de perjudicar la iniciativa del gobierno haciendo que los plazos pretendidos no se cumplan para hacerlo inviable, ello haría que queden aún más deslegitimados frente a la ciudadanía, habida cuenta de que sus acciones solo podrían ser interpretadas como una obstaculización.

En cambio, si el proyecto llegase al pleno lo antes posible y su desenlace fuera definido, lo que tendríamos, sea cual sea la decisión, sería una conclusión democrática alcanzada por un poder del Estado en pleno ejercicio de sus prerrogativas constitucionales. Al Ejecutivo no le quedaría otra opción que aceptar lo determinado por su contraparte deliberativa.

Esta decisión, asimismo, permitiría que la concentración de nuestras autoridades, superado el trance del adelanto de los comicios, se centre en qué se hará con el tiempo que les resta en el poder. Sin importar que les quede uno o dos años más, lo cierto es que aún hay mucho trabajo por hacer y la circunstancia de una elección próxima no puede continuar manteniendo en vilo al país.

Hoy, una vez más, el Parlamento tiene la posibilidad de definir el futuro del Perú, y la velocidad con la que decidan hacerlo puede hacer toda la diferencia.