(Foto: Archivo).
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Editorial El Comercio

Ayer, en una conferencia de prensa con visos de mensaje a la nación, el presidente Martín Vizcarra describió muy bien la tarea que tienen por delante todas las autoridades del país que estuvieron representadas en el reciente Consejo de Estado, tras la descomposición del sistema de justicia que han revelado –y siguen revelando– los audios de conversaciones telefónicas divulgados en estos días por la prensa.

El mandatario, en efecto, definió el problema como estructural y puso de relieve “la existencia de mecanismos, prácticas y vicios que pervierten y contaminan la administración judicial” que deben ser erradicados.

Recordó, en ese sentido, que si bien ha solicitado al Congreso la aplicación del artículo 157 de la Constitución a fin de remover a los miembros del que pudieran resultar involucrados en el negociado de favores que hemos conocido, esa medida no será suficiente para solucionar el problema de fondo. “Podemos cambiar a los malos funcionarios, pero no avanzaremos si se mantienen las mismas redes y prácticas que envilecen la administración judicial”, dijo. Y redondeó su reflexión sentenciando: “Tenemos que curar la enfermedad”.

No se trata, por supuesto, de la primera vez que un jefe de Estado aborda el asunto de la necesidad de una reforma cabal del sistema de justicia y se compromete a sacarla adelante. Y, por la misma razón, si semejante propósito quedara ahora de alguna manera trunco, tampoco sería la primera vez… Lo que hace de la presente circunstancia un trance distinto a los anteriores, sin embargo, es precisamente el escándalo y la conciencia que este ha despertado en la ciudadanía acerca de la dimensión del mal que gangrena la estructura del Poder Judicial y el Ministerio Público.

Como se ha observado ya hasta el cansancio, el problema evidenciado constituye también una oportunidad. Y, según parece, el presidente Vizcarra no está dispuesto a dejarla pasar. Por lo pronto, en la conferencia de ayer anunció la conformación inmediata de una comisión de reforma del Poder Judicial, integrada por un grupo de personas honorables y expertas en la materia, que brindará sus recomendaciones antes del 28 de julio, de manera tal que la propuesta del Ejecutivo esté lista para ser presentada al Congreso y al país con ocasión del mensaje que deberá pronunciar ese día.
Esa será la largada de una carrera que tendrá que ser corta. El Legislativo y el propio Poder Judicial tendrán seguramente observaciones, dudas y objeciones que plantear a la propuesta del gobierno, pero ello no deberá ser excusa para empantanar el proceso.

Sancionar a los responsables de los casos concretos que estos días han salido a la luz puede ser entendido como un primer momento de la tarea a la que antes nos referíamos, y la reforma del sistema, como uno segundo. Pero esa diferencia solo debe ser conceptual o abstracta, pues es menester que los dos ‘momentos’ se produzcan simultáneamente y de forma expeditiva.

Lo que se requiere ahora, en consecuencia, es un compromiso semejante al declarado por el presidente de la República de parte de los representantes máximos de los otros poderes del Estado, para que cada cual asuma la porción de la responsabilidad que le toca sin dilaciones. Un compromiso que, en la medida en que se contrae ante una ciudadanía y una opinión pública particularmente sensibilizadas por lo visto y escuchado recientemente, será muy difícil de ignorar.

Es de suponer que las organizaciones políticas más serias del país cuentan ya con una visión y un proyecto de cómo debería reformarse nuestro sistema de justicia, pues de lo contrario, no podrían haber elaborado para las últimas elecciones un plan de gobierno que comprendiese ese aspecto. Pues bien, todo sugiere que el momento de sacar tales proyectos a relucir y compulsarlos es este. Si lo hacen, la patria seguramente los premiará. Y si no, sin duda habrá de demandárselo.