(Foto: Francisco Neyra / GEC)
(Foto: Francisco Neyra / GEC)
/ FRANCISCO NEYRA
Editorial El Comercio

Con frecuencia, el populismo consiste en aplicar medidas aparentemente obvias y simples a problemas complejos, pero que a la larga solucionan muy poco y más bien traen costos ocultos graves. Si se desea que se suban las remuneraciones, por ejemplo, se puede incrementar el salario mínimo con un simple decreto. Si se quiere dar más liquidez a las familias, siempre está a la mano liberar los ahorros de las AFP y la CTS. Si el objetivo es que los ciudadanos paguen menos por servicios públicos o peajes, basta con mandarlo vía ley. Los problemas que se derivan de este tipo de políticas, por supuesto, aparecen más temprano que tarde, pero para entonces el daño ya está hecho.

Esto mismo sucedió el jueves último en la sesión del pleno del . Por mayoría, los congresistas aprobaron el dictamen de la ley que plantea topes a las de los servicios financieros y que había sido observada por el Ejecutivo a inicios de febrero. De acuerdo con la fórmula legal, el impondría topes semestralmente, de modo que cualquier tasa por encima del límite sería considerada usura y tipificada como delito.

La iniciativa responde al mismo razonamiento simplista enunciado líneas arriba: si se quieren tasas más bajas, pues siempre se pueden forzar por ley. Y, como suele suceder en normativas de halo populista, si bien a primera vista la medida del Congreso puede sonar lógica, ya se ha advertido en innumerables ocasiones sobre sus verdaderos resultados.

De acuerdo con el , “esta propuesta legislativa resulta perjudicial para la estabilidad del sistema financiero y la protección del ahorro de los depositantes, además que generaría una severa afectación económica y exclusión financiera, principalmente al pequeño consumidor y a la mype”. Una opinión similar mantienen las otras dos instituciones públicas que son autoridades en la materia, la SBS y el BCRP, además de un amplio consenso de especialistas financieros.

El motivo es obvio. Las tasas de interés más altas corresponden a mayores niveles de riesgo por parte de quienes toman los créditos. Al poner topes, automáticamente se excluye a las personas y negocios más riesgosos –típicamente los más pobres, informales y vulnerables– del acceso al mercado formal. A ellos les queda entonces como alternativa el crédito informal que, según el BCRP, exige tasas de casi 800% anual. Otros países de la región han ensayado la misma política y conseguido precisamente los resultados aquí anticipados.

Los congresistas conocían perfectamente estos argumentos. Se hicieron explícitos en las comisiones de trabajo, en los medios de comunicación y en las opiniones de toda institución especializada. Aun así, demostrando que las consecuencias reales de mediano plazo importan poco al momento de tomar decisiones populares, aprobaron la insistencia con 85 votos a favor, 8 en contra y 12 abstenciones, cifras casi idénticas a las que facilitaron la aprobación inicial del proyecto en diciembre pasado.

El Ejecutivo, a través de Waldo Mendoza, titular del MEF, anunció que llevaría esta norma al Tribunal Constitucional. Sea cual sea el resultado en ese órgano, el Congreso ha demostrado nuevamente que no está a la altura de las circunstancias que una situación de crisis demanda, y que guarda poca consideración por lo que suceda luego de su período legislativo. El aplauso fácil, esta vez, puede costarle a miles de familias y empresas el acceso a crédito en los siguientes meses. Pero para entonces ellos ya no estarán en el hemiciclo.

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