Como se esperaba, las protestas violentas de principios de año y la consiguiente temporada de lluvias –con sus efectos devastadores en la infraestructura de múltiples regiones del país– han tenido un efecto significativo en la economía. Según cálculos del Instituto Peruano de Economía (IPE), el crecimiento del PBI en el primer trimestre del 2023 fue de apenas 0,5%. A saber, el equivalente a menos de un tercio del avance en el segundo semestre del 2022 (1,8%). Una circunstancia asociada con el menor dinamismo de la inversión y el consumo privado.
De hecho, según el informe del IPE que publicó ayer este Diario, la inversión privada va rumbo a marcar uno de sus peores trimestres de la década. Solo entre enero y febrero, esta se habría contraído en al menos el 10%. Un escenario que, evaluado junto con la caída del 4,3% en la demanda interna en enero –cifra que, si no se considera el año del inicio de la pandemia, es la peor en veinte años–, debería generar muchísima preocupación en nuestras autoridades.
Los números siempre son fríos y no se expresan con los ambages que permiten las palabras. Algo que los convierte en un arma de doble filo: por un lado, pueden ser precisas descripciones de la realidad y, por el otro, resultar susceptibles a ser tomados como meros símbolos sin nada que ver con el día a día de las personas. Pero, sobre todo cuando hablamos de economía, es importante no perder de vista que lo que la data revela es lo que la gente vive, y las carencias o problemas que las estadísticas reflejen ocurren en perjuicio de los ciudadanos.
En tiempos como este, con el país todavía recuperándose de los más recientes estallidos sociales, es importante que esto no se pierda de vista. En especial cuando existen políticos o partes interesadas que, frente a la preocupación e indignación por la interrupción del libre tránsito y el comercio en múltiples ciudades del Perú durante las revueltas, han mezquinado la importancia de la economía frente a las causas defendidas por los manifestantes. Pero la verdad es que detrás de cada negocio hay familias que dependen de él para sustentarse y detrás, por ejemplo, de cada camión que no logra transportar sus mercancías, está el perjuicio a todo un ecosistema de empresas, proveedores y comerciantes conectados por las vías nacionales.
Las cifras del IPE expresan el impacto de este tipo de situaciones en la salud de nuestra economía y, por ende, en la calidad de vida de los peruanos. Y esto hace urgente que, tanto desde el Gobierno como desde el Congreso, nuestras autoridades se preocupen por propiciar la resurrección del crecimiento económico, alicaído desde la pandemia y afectado, también, por el nefasto régimen castillista. Y esto pasa, principalmente, por generar confianza en los inversionistas.
Al Legislativo, por ejemplo, le tocaría filtrar de mejor manera los proyectos de ley que se discuten en su seno, como aquellos que pretenden, por enésima vez, permitir retiros de los fondos privados de pensiones. Una medida que, como los expertos han explicado hasta la saciedad, pone en riesgo la entereza macroeconómica del país, la misma que nos ha hecho tanto bien en los últimos veinte años para liderar el crecimiento en la región. Por su parte, el Ejecutivo debe preocuparse por mantener el orden, atajar normas populistas del Parlamento y continuar con la disciplina fiscal que la administración anterior descuidó.
El camino a la recuperación, como se sabe, no es pantanoso ni misterioso: la clave está en permitir que el sector privado invierta dinámicamente en el país y en permitir el desarrollo de sectores como el minero que –también según el último informe del IPE– en febrero dio muestras de recuperación luego de caer 3,6% en enero. Esa es la fórmula, pero demanda que el Estado cumpla las tareas que la Constitución le confiere.
Detrás de la caída en los indicadores económicos, en fin, hay familias e individuos que sufren y, por eso, es importante recuperar el tiempo perdido.