El viernes pasado, en horas de la noche, el Congreso de la República aprobó una ley para facilitar el pago de deudas. Por amplia mayoría –con 115 votos a favor, uno en contra y una abstención–, el pleno creó el Programa de Garantías COVID-19 con un presupuesto de S/5.500 millones para respaldar parcialmente créditos de consumo, personales, hipotecarios, vehiculares y de microempresas y pequeñas empresas (mypes). Las garantías podrían beneficiar a aproximadamente siete millones de deudores, de acuerdo con estimaciones del titular de la Comisión de Economía del Congreso, Anthony Novoa, y serán operativas siempre que las entidades financieras mejoren las condiciones de los créditos a través de menores tasas de interés u otros mecanismos.
En esencia, el proyecto aprobado es similar a lo propuesto por el Ejecutivo en los días previos. Como en ocasiones anteriores, la iniciativa impulsada por el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) fue de naturaleza reactiva y surgió en respuesta a otras mucho más peligrosas nacidas del Legislativo. Tanto la Comisión de Economía como la de Defensa del Consumidor del Congreso tenían dictámenes aprobados para empujar períodos de gracia forzosos en las empresas financieras, y que podían hacer un daño significativo a la solidez del sector cuando más se la necesita. Esas amenazas se habrían desactivado, por lo menos temporalmente, con la aprobación del proyecto del viernes pasado.
Así, a diferencia de lo sucedido con otros proyectos de ley reactivos del Ejecutivo –principalmente vinculados al sector previsional–, y que habían sido desestimados por el Congreso, esta vez los dos poderes del Estado encontraron espacios en común para trabajar una propuesta conjunta y con mayor responsabilidad técnica. En tiempos en los que esto último parece ser la excepción antes que la norma, el resultado es bienvenido.
La modificación medular de lo que finalmente se aprobó con respecto de lo que se proponía inicialmente en el Congreso es que el programa de garantías es un mecanismo voluntario, en el que las empresas del sector financiero pueden libremente decidir la medida en que desean alterar las condiciones de los créditos (siempre a favor del cliente) para usar la cobertura estatal. En otras palabras, se incentiva a los bancos, cajas y demás instituciones a mejorar los créditos, no se los fuerza.
Los detalles del programa aún están por definirse, pero en la medida en la que hay recursos públicos en juego estos deben acotar cualquier espacio de potencial aprovechamiento indebido. ¿Cómo se restringe, por ejemplo, que las instituciones financieras trasladen una parte desproporcionada de su cartera más riesgosa para que sea parcialmente cubierta por los contribuyentes? El programa aplica para créditos ya existentes que hayan cumplido, por lo menos, con un tercio de su cronograma, pero para evitar crear incentivos perversos a asumir más riesgos debe quedar claro que este esfuerzo de parte del Estado es único e irrepetible.
En la práctica, el Ejecutivo y el Legislativo han decidido hacer a todos los contribuyentes copartícipes del riesgo financiero de los créditos personales y mypes. La medida puede justificarse en el contexto de una crisis económica profunda que impone un estrés económico significativo sobre las familias y sobre el sector financiero. Es una propuesta excepcional –que ciertamente distorsiona el equilibrio regular y saludable de riesgos del sector– pensada para tiempos excepcionales. Aplicada correctamente por única vez, puede ayudar a la sostenibilidad económica del país. Aplicada incorrectamente o de forma recursiva, puede causar mucho más daño que beneficio.