(Foto: Rolly Reyna/El Comercio).
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Editorial El Comercio

Utilizar cifras agregadas como el crecimiento del PBI, el porcentaje de la población por debajo de la línea de pobreza o el índice de victimización ayuda a representar un panorama amplio y más completo de un aspecto de la sociedad. Y aunque su significado es superior, por ejemplo, al recuento noticioso de casos mediáticos, en ocasiones son estos últimos con los que una buena parte de la población logra relacionarse.

Decir, por ejemplo, que el 85% de las personas tiene poca o nula confianza en que el Poder Judicial ayude a combatir la corrupción, o que la mayoría de peruanos (48%) considera a este poder del Estado como la institución más corrupta del país (ambos, preocupantes resultados de la última encuesta nacional sobre percepciones de corrupción de Proética e Ipsos Perú), puede generar menor impacto que el conocimiento de un caso judicial en el que la sensación de injusticia e impunidad es palmaria.

Esto último precisamente sucede con la reciente resolución del Primer Juzgado Especializado de Tránsito y Seguridad Vial Permanente de la Corte Superior de Justicia de Lima que ordenó el y la liberación del señor , quien en la madrugada del 5 de mayo de este año atropelló a cuatro personas (Jair Saldaña de la Cruz, Luis Miguel Valdez, Leslyann Acuña y Christopher Guerrero) que se desplazaban en motocicletas en la Costa Verde y ocasionó la muerte de tres de ellas.

El caso, como se recuerda, llamó la atención de la ciudadanía en general no solo por el trágico desenlace, sino también por las acciones y circunstancias inmediatamente posteriores al accidente. El señor Riera no ayudó a las víctimas, tomó un taxi y huyó del lugar. No pasó el dosaje etílico para descartar si había ingerido licor (una hipótesis razonable por haberse encontrado previamente en el local del Marina Club desde las 7 de la noche, la hora en que se produjo el accidente –la 1:50 a.m. del día siguiente–, el exceso de velocidad del vehículo que conducía, según los peritos, y que invadió el carril contrario). Al cabo de unas horas, compró un pasaje de avión a Miami, Estados Unidos, y abandonó el país, al cual regresó recién 12 días después. Además, un empleado suyo habría intentado fallidamente atribuirse la responsabilidad por el accidente con el propósito de encubrirlo.

La decisión inicial del juzgado, entonces, de dictar prisión preventiva por nueve meses al señor Riera resultaba atendible considerando que se trataba de una persona que había demostrado –además de un comportamiento indolente e inmoral– poca voluntad de colaborar con la justicia. Y por ello mismo, provoca estupor la resolución judicial que cesa la prisión preventiva antes de que se cumplan cinco de los nueve meses inicialmente previstos.

Las razones detalladas en el fallo judicial, además, llaman a la suspicacia. Por un lado, sobre las pruebas del delito que pesan contra el señor Riera, el magistrado Max Cirilo Diestra señala insólitamente que estas han “perdido firmeza y certeza, pues se advierte que ya no existen graves y fundados elementos de convicción que vinculan al encausado razonablemente con el hecho imputado”, sin siquiera justificar dicha afirmación. Y por el otro, manifiesta que no hay peligro procesal –soslayando la fuga previa del señor Riera–, pues el imputado está casado, tiene hijos y un trabajo –aunque el reportado sea una E.I.R.L. de su titularidad–; una situación en la que se pueden encontrar miles de individuos que hoy enfrentan prisión preventiva, y que hace pensar que los jueces tienen distintas varas para medir a quienes se les imputa un delito.

Son los fallos de este tipo, pues, los que generan la desconfianza de las personas y la sensación de que son los jueces quienes atropellan sus expectativas de encontrar, después del dolor, justicia.