Así se desarrolla la marcha en la que participan decenas de miles que exigen justicia por las muertes que dejaron las protestas de la semana pasada. (Foto: AFP)
Así se desarrolla la marcha en la que participan decenas de miles que exigen justicia por las muertes que dejaron las protestas de la semana pasada. (Foto: AFP)
Editorial El Comercio

Si algo hemos aprendido los latinoamericanos del ejemplo venezolano es que las dictaduras de los últimos tiempos no revelan su entraña autoritaria desde el alumbramiento. A diferencia de los golpes del siglo pasado, los dictadores de ahora van exhibiendo, de manera espasmódica, gestos con los que revelan su rechazo a las formas democráticas; como el acallamiento a la oposición, la manipulación de las normas electorales y el hostigamiento a la prensa independiente. 

Así, es perfectamente posible que un régimen que emerge de un proceso democrático en las urnas devenga en dictadura. Y que un líder que cuenta con el respaldo de un sector de la población trate de aplastar a los sectores más críticos. En ocasiones, de manera literal. 

Y es todo esto lo que pareciera estar ocurriendo en Nicaragua. Como se sabe, desde hace más de dos semanas el país centroamericano se encuentra sacudido por una serie de masivas protestas callejeras que comenzaron cuando el Ejecutivo de Daniel Ortega decidió llevar adelante una reforma en el sistema pensionario. Esta contemplaba, en esencia, un recorte del 5% en las pensiones de los beneficiarios y el incremento de las contribuciones de empleados y empresas. Con la medida, el Ejecutivo buscaba reflotar el Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS), esquilmado por un déficit de más de US$70 millones. 

Las multitudinarias marchas motivaron una violenta respuesta por parte del régimen que, según varias ONG locales, ya ha dejado más de 40 muertos (las cifras oficiales dejaron de contabilizar las víctimas mortales el 20 de abril, cuando el número ascendía a diez), entre ellos un reportero que se encontraba transmitiendo en vivo. Distintos medios de prensa, además, han denunciado el uso de grupos motorizados en la represión de las manifestaciones, un modus operandi similar al operado por el chavismo en Venezuela.  

La situación ha motivado un pronunciamiento del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Acnudh), que ha denunciado el “uso excesivo de la fuerza” por parte de los agentes de seguridad nicaragüenses, reconocido la existencia de personas “desaparecidas” tras las detenciones y deslizado la posibilidad de que se hayan efectuado “ejecuciones ilegales” por parte del Estado. 

El hecho de que las protestas se hayan dilatado por tanto tiempo a pesar de que el presidente Ortega dio marcha atrás y canceló la polémica reforma hace once días, denota claramente que los reclamos de la ciudadanía trascienden lo coyuntural. Y que, más bien, la disconformidad en Nicaragua parece tener un origen ulterior; a saber, el régimen implantado por Ortega y su familia. 

En efecto, Ortega –que alcanzó protagonismo político como líder sandinista en la revolución que derrocó al dictador Anastasio Somoza a fines de la década de los 70– suma ya cuatro períodos (los tres últimos de ellos de manera consecutiva) liderando el país caribeño con medidas cada vez más restrictivas para la libertad de expresión y la competencia política. 

Para que esto fuera posible, el ex militar impulsó una reforma constitucional en enero del 2014 que quebró los candados constitucionales y allanó el camino para posibilitar su reelección indefinida. Esta enmienda permitió que en el 2016 Ortega volviese a ganar una elección, esta vez, además, elevando a su esposa Rosario Murillo como vicepresidenta de Nicaragua. Unos comicios que, vale mencionar, estuvieron empañados por la descalificación arbitraria del principal contendor y la falta de observadores internacionales. 

La situación de la prensa en el país caribeño también es precaria. Las estaciones televisivas que no forman parte del patrimonio de la familia Ortega –los hijos del mandamás controlan cinco canales de televisión– son objeto constante de ataques y censura, como ocurrió con algunos medios durante las protestas, según han denunciado organismos como la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y el Instituto Prensa y Sociedad (IPYS). Reporteros sin Fronteras (RSF), además, ha alertado que “el gremio periodístico está muy estigmatizado en Nicaragua” y que “los periodistas suelen ser víctimas de campañas de acoso, de detenciones arbitrarias y de amenazas de muerte”.  

Represión destemplada, silenciamiento de la oposición y ataques a la prensa, parecen entonces trazar claramente el perfil de un régimen en el que la democracia languidece. Bien haría la región en no perder de vista lo que ocurre en Nicaragua.