Editorial: El Congreso Borbón
Editorial: El Congreso Borbón

En el siglo XVIII, las reformas borbónicas intentaron reestructurar las relaciones de poder y el contenido educativo en algunas universidades de América Latina. En el caso de la , por ejemplo, las reformas estuvieron orientadas a modificar el proceso de toma de decisiones en el claustro académico –en parte debido a la expulsión de los jesuitas de 1767– y a repotenciar los estudios filosóficos, teológicos y de leyes. Las iniciativas de la corona, sin embargo, se encontraron con una férrea resistencia dentro de la universidad y fueron, finalmente, infructuosas debido a su naturaleza vertical y autoritaria.

Algo no muy distinto sucede dos siglos y medio más tarde con la Ley Universitaria. La norma, promovida por el congresista Daniel Mora, ha motivado pugnas entre la y varias autoridades académicas. A poco más de un año desde su promulgación, de las 31 instituciones públicas en cuestión solo 6 habían cumplido el cronograma pactado, 17 se encontraban “en proceso” y 8 se hallaban en “rebeldía a lo dispuesto por la ley”, según el . Curiosamente, una de las universidades rebeldes es, nuevamente, la UNMSM.

Al margen del desafío a las autoridades públicas que la negativa a cumplir con la Ley Universitaria implica, la situación revela algunas de las limitaciones de esta norma, una de las más intervencionistas que este gobierno ha pasado en sus cuatro años de administración. Sus detractores afirman, con razón, que la ley es inconstitucional, pues la Carta Magna señala de forma clara que las universidades gozan de autonomía. Es decir, tienen el derecho a las libertades que la Ley Universitaria recorta, como la definición de su organización interna, el contenido académico a priorizar y la manera de impartirlo.

La norma, por supuesto, adolece del síndrome parlamentario que hace a los congresistas suponer que sus contribuciones al diario oficial “El Peruano” transformarán las reglas de la realidad. Ordenar que todos los institutos educativos tengan alta calidad suena más a un enunciado de buena voluntad que a una ley efectiva. 

Entre las modificaciones específicas que minan el desarrollo universitario destacan las enormes barreras burocráticas que enfrenta el sector privado para invertir en educación. Como hemos mencionado en anteriores editoriales, en el caso de los institutos superiores, por ejemplo, se les exige condiciones de infraestructura ridículas y se les obliga a dictar cursos que no tienen ninguna relación con los requerimientos del mercado laboral al que luego se enfrentarán los estudiantes. En general, lo que muchas de las disposiciones de la ley logran es hacer más restrictivo el acceso a educación superior para las personas de menos recursos, por considerarlas a estas incapaces de seleccionar el tipo de educación que desean recibir.

Peor aún, las iniciativas concretas que sí podrían hacer una diferencia positiva no se han aplicado. Según el ex viceministro de Educación Idel Vexler, a más de un año de la implementación de la ley, no se ven esfuerzos para mejorar las capacidades investigativas de los docentes ni para fortalecer la gobernanza universitaria. 

Todo ello no quiere decir que no haya espacio para reformas en el sistema de educación superior peruano. Por el contrario, la falta de articulación entre las enseñanzas de salón y las demandas reales de las empresas contratantes, el bajísimo nivel de investigación y la estafa que son algunos institutos privados de educación superior develan un panorama urgido de cambios. Pero el impulso decisivo a la educación superior no se logrará con normas que, como en el siglo XVIII, priorizan las arbitrariedades de los burócratas de turno sobre la libertad de los individuos e instituciones educativas para desempeñarse de la mejor manera posible. Las reformas borbónicas no lo lograron, la Ley Universitaria tampoco.