Editorial: Consenso sin acuerdo
Editorial: Consenso sin acuerdo

Encontrar una reforma pendiente que sea obvia es difícil. La gran mayoría de estas, debido a la unanimidad que concentran, o bien han estado siempre en vigencia o bien han sido ya implementadas. No se necesita, por ejemplo, una reforma para permitir que cada persona trabaje en el oficio o profesión que desee; los aspectos positivos de ello son tan evidentes que no dejan mayor espacio para la discusión y aseguran que la política se encuentre ya en efecto. Por eso es una buena e inusual oportunidad encontrar alguna reforma en la que exista consenso sobre su efectividad y que no se haya puesto en práctica aún. Significa que hay espacio para una mejora incuestionable. 

Algo así sucede en el campo laboral. A estas alturas del debate, resulta indiscutible que el Perú adolece de una rígida regulación que ahoga las libertades de empleados y empleadores para trabajar según la voluntad de ambas partes. Esta semana, en el marco de la cumbre organizada por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI), el director de la Práctica Global de Macroeconomía de la primera institución, John Panzer, enfatizó que “el Perú es uno de los países con regulación más restrictiva” y que urge “aflojar las rigideces en el mercado laboral”. De opinión similar es el Foro Económico Mundial, institución que en su índice de competitividad nos coloca como el país número 133 entre 144 naciones evaluadas respecto a la facilidad para contratar y despedir trabajadores.

El consenso de los expertos, por supuesto, no se ve solo fuera de nuestras fronteras. En setiembre del 2014, un conversatorio llevado a cabo en la Universidad del Pacífico con representantes de esta casa de estudios, de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), del Instituto Peruano de Economía (IPE) y de Grade concluyó que un grave escollo para el desarrollo del país es la informalidad laboral, y que buena parte de su causa se halla en las rigideces de la regulación estatal. Difícilmente se podría cuestionar la diversidad del panel de expertos que llegó a estas conclusiones.

La obviedad de la reforma se ha filtrado también al sector público. A pesar de que el intento de avance fue tímido, la Ley del Régimen Laboral Juvenil evidenciaba una preocupación dentro del Ejecutivo por flexibilizar los mercados y permitir que más gente acceda a la formalidad. La iniciativa –que no era la bala de plata para solucionar los problemas laborales de los jóvenes pero sí apuntaba en la dirección correcta– reveló gratamente que incluso parte del aparato estatal, tradicionalmente dado a la sobrerregulación, estaba convencido de que las barreras para contratar y despedir trabajadores y los sobrecostos laborales condenaban a millones a la informalidad.

Las dimensiones del problema, por supuesto, no han sido ajenas al análisis de los expertos internacionales, locales ni del sector público. Basta con mencionar que hoy tres de cada cuatro peruanos se encuentran empleados de manera informal, que esta proporción llega al 90% en zonas rurales, y que los sobrecostos laborales alcanzan más del 50% del sueldo anual en el régimen general del trabajo.

¿Por qué, entonces, mantenemos una política regulatoria que todos los expertos coinciden es perjudicial? ¿Por qué insistimos en un estricto pero finalmente inejecutable marco legal que se cumple solo para diez distritos de la capital y quizá cinco o seis de provincias? La respuesta está en la irresponsabilidad y en el sentido de la oportunidad de la mayor parte de los parlamentarios y políticos en campaña. 

Calculadora política en mano, el Congreso no solo se ha mostrado renuente a plantear cualquier iniciativa de ley para incluir a los millones de informales peruanos en las cadenas productivas de alto valor, sino que además ha bloqueado activamente las pocas propuestas del Ejecutivo orientadas a ello. Esto último, evidenciado en la Ley del Régimen Laboral Juvenil, contó además con la anuencia de los líderes partidarios más interesados en los indicadores de las encuestas electorales que en los índices de informalidad y pobreza. 

La manera en que las rigideces en el mercado laboral están impidiendo la creación de más y mejores trabajos para los más desprotegidos no es una monserga de la derecha económica local. Es ya una realidad reconocida por los organismos internacionales, los especialistas locales de todo corte y, quizá por primera vez, representantes del Poder Ejecutivo. Sin embargo, en la medida en que las prioridades políticas del Congreso y de la campaña electoral ganen protagonismo, la obvia reforma pendiente que tenemos frente a nosotros seguirá siendo nada más que eso.