Ayer, desde su asilo en México, el expresidente de Bolivia Evo Morales se refirió al momento político que vive su país y, en particular, al rol que él considera ha cumplido la Organización de Estados Americanos (OEA) en todo este trance. “Lamentablemente la OEA se ha sumado a ese golpe de Estado”, ha dicho, para luego hacer un llamado a los nuevos políticos latinoamericanos: “Cuídense de la OEA. La OEA es neogolpista para mí”, sentenció.
Como se sabe, el domingo pasado, el señor Morales renunció a la jefatura del Estado Plurinacional de Bolivia en medio de una grave crisis política, generada principalmente por las irregularidades acusadas por la OEA en los comicios que se llevaron a cabo el 20 de octubre. Si bien luego de conocerse el informe preliminar de la referida institución el otrora mandatario ofreció celebrar nuevas elecciones y renovar el Tribunal Supremo Electoral, finalmente se vio obligado a dimitir al perder el respaldo de las Fuerzas Armadas.
Desde que consumó su renuncia, el expresidente ha buscado justificarla como un gesto que pretendía calmar los ánimos en su país. Así, cuando llegó a México, Morales dijo: “Para que no haya más desangres, más enfrentamientos, hemos decidido renunciar”. Empero, tomando en cuenta los ataques que ha dirigido a la OEA y, en general, las frases que ha pronunciado desde que dejó el poder, parece que sus ganas por procurar la tranquilidad en Bolivia se agotaron en la redacción de su carta de dimisión.
En efecto, basta con revisar la cuenta de Twitter del exmandatario para detectar más frases que no parecen tener otro objetivo que inflamar la pasión de los seguidores que le quedan. Al llegar a México, por ejemplo, escribió en dicha red social: “No daremos ni un paso atrás ante los racistas y golpistas. Hoy vemos quiénes son verdaderos enemigos de nuestro pueblo. Mientras tenga vida, la lucha sigue”. “¡Patria o muerte! ¡Venceremos!”, remató, citando al fallecido dictador Fidel Castro.
En suma, más que interesado en fomentar el cese de los enfrentamientos, el exmandatario parece empeñado en echarle leña al fuego que él mismo encendió desde un principio. Y es que la actual crisis boliviana no es más que la consecuencia predecible de un régimen que, en los 14 años que duró, se encargó de torcer la institucionalidad del país altiplánico para que calzara con sus antojos de permanencia en el poder. Las irregularidades detectadas en la última elección son apenas la gota que derrama un vaso lleno de abusos, entre los que se incluyen el flagrante desacato de un referéndum en el que se determinó que Morales no podía pretender una nueva reelección.
Así, lo que ahora toca es que Bolivia emprenda una transición democrática ordenada hacia un gobierno que represente a cabalidad la voluntad de sus ciudadanos. En ese sentido, el mejor servicio que el señor Morales podría hacerle al país que gobernó sería el de abandonar el papel de agitador.
Esto no niega, claro, que la manera en la que se han desarrollado los hechos en la nación vecina diste de ser la ideal. La no solicitada intervención de las Fuerzas Armadas, por ejemplo, enrareció y apresuró un proceso que, tras el llamado a nuevos comicios, se anunciaba inevitable. Al mismo tiempo, la asunción de Jeanine Áñez a la presidencia –la ultraconservadora segunda vicepresidenta del Senado– no promete contribuir a cohesionar un país harto dividido. Esto último no solo por las frases racistas que se le atribuyen, sino también porque la forma en la que ha asumido el cargo, con el aval del Tribunal Constitucional pero en una sesión sin quórum en el Parlamento, termina mermando su legitimidad.
Pero la realidad es que las cartas ya están sobre la mesa en el país altiplánico. La nueva presidenta tiene la obligación de conducir al país hacia un proceso electoral justo y convendría que el exmandatario no se la haga difícil.