Imagen de la capital de Ucrania, Kiev, luego de haber sido atacada por misiles rusos.
Imagen de la capital de Ucrania, Kiev, luego de haber sido atacada por misiles rusos.
Editorial El Comercio

“Se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno excepto por todas las otras formas que se han probado”, reza una famosa frase del ex primer ministro británico Winston Churchill.

La cita es potente y apunta a una realidad que todas las personas que habitan naciones democráticas comprenden: la democracia es un sistema perfectible para conducir los países que supera por lejos a los regímenes dictatoriales y autoritarios. Una premisa bastante elemental que, paradójicamente, por la relativa estabilidad que los países libres han experimentado en los últimos años, nos ha hecho pasar por alto otra igual de importante: que la democracia tiene que ser defendida.

Y es que quizá el peor riesgo para este sistema de gobierno sea que se le termine de dar por sentado. En especial en un contexto internacional en el que no solo siguen existiendo territorios en los que las personas son sometidas por tiranos (como Cuba, Venezuela y Nicaragua, por citar solo a los más cercanos), sino porque también se han venido extendiendo por todo el globo discursos contrarios al orden democrático liberal, en el que prevalecen conceptos nacionalistas, xenófobos y abiertamente racistas.

En ese sentido, a ha actuado (o debería actuar) como un reloj despertador y viene siendo materia de preocupación y solidaridad en la gran mayoría de países. De pronto, la soberanía de un país europeo, liberado hace no mucho del yugo soviético, ha sido quebrantada de forma salvaje y otros temen ser los siguientes. Una vez más, la amenaza está en el patio trasero de Occidente y llega respaldada por un discurso que lo señala directamente como el blanco.

Porque , el tirano que lidera Rusia sin ningún tipo de contrapoder u oposición, bajo pretextos francamente insostenibles, ha elegido castigar la “occidentalización” de un vecino como Ucrania, que ha aireado en el pasado su deseo de pertenecer tanto a la OTAN como a la Unión Europea. De hecho, su presidente, , insistió con esto último el lunes pasado en un mensaje emitido a través de su cuenta de Telegram que hizo eco de una demanda que muchos de sus ciudadanos vienen haciendo desde el 2013, luego de que Viktor Yanukovych (ex jefe del Estado Ucraniano, títere del Kremlin) sabotease, a poco de firmarlo, un acuerdo que hubiese estrechado los lazos de su país con Europa.

La circunstancia de que un país invada a otro para que no haga un libre ejercicio de su autodeterminación, en fin, debe recordarnos lo vulnerable que es la democracia y unir a las naciones creyentes de la libertad en la cruzada por protegerla. Esto involucra, por un lado, el apoyo a la resistencia ucraniana –como muchos han venido haciendo–, el aumento de la presión económica a Rusia y la apertura de puertas a los refugiados. Pero eso no puede ser todo. La condena a las acciones de Putin debe venir acompañada de medidas y mensajes concretos del resto del mundo: se tiene que dejar en claro que la democracia y la soberanía de los países se defenderá cueste lo que cueste, y las potencias militares tienen que tener el tino de no caer en errores del pasado, como en la pretensión de querer apaciguar a los agresores renunciando a valores fundamentales en el camino.

A la par, principios como la libertad de expresión y los derechos a la protesta y a la participación política deben preservarse con firmeza en el interior de cada país.

La democracia nunca ha salido barata. Está hecha, literalmente, de sangre, sudor y lágrimas, y por más que el prospecto sea aterrador, eso también tiene que invertirse cuando toca defenderla. Con eso en mente, liderazgos como el de Zelenski deben ser aleccionadores, pues, como él, lo último que podemos hacer es rendirnos.