EDITORIAL
“La turba arrojó a los policías a una hondonada y allí intentó incluso enterrarlos. Ellos ya habían perdido el sentido”, se leía en el reporte que enviaron el martes a este Diario nuestros corresponsales desde Islay. “El suboficial Alberto Vásquez Durand –continuaba el texto– fue golpeado hasta que le provocaron un trauma severo en la cabeza; terminó con la masa encefálica expuesta”.
Ahora, como se sabe, el suboficial Vásquez Durand ha fallecido. Y la primera pregunta que viene a la mente es: ¿En qué momento nos acostumbramos en el Perú a asumir este tipo de hechos como parte normal de los procesos de “protesta social” que desde hace diez años sacuden violenta y constantemente al país? ¿Fue en el ‘arequipazo’? ¿En Ilave? ¿En el ‘moqueguazo’? ¿Fue tal vez en el ‘baguazo’? ¿O fue en Conga, en Espinar, en Cañariaco? Donde fuese, el hecho es que nos acostumbramos. Tanto el Estado, que parece ver la violencia como un canal más de la democracia, como la ciudadanía, que no parece reunir una indignación suficiente para obligar al anterior a reaccionar.
La actitud desconcertada de los sucesivos gobiernos ante estos sistemáticos brotes de violencia viene en parte de su imposibilidad para convencer a quienes desconfían del Estado y de las empresas extractivas de las bondades de los proyectos en cuestión. Particularmente, siendo esta una desconfianza que muchas veces tiene bases reales en nuestro pasado y en nuestra debilidad institucional. Pero no es esa su única causa: la actitud que describimos viene también de un apocamiento que es casi un reflejo frente a la invocación de una presunta dimensión “social” de la protesta.
Ninguna de estas dos razones justifica la claudicación de las más básicas funciones estatales. Si las reivindicaciones de nuestro pasado, tan lleno de abusos, y la debilidad institucional de nuestro Estado son causa legítima para la violencia, pues de una vez habría que bloquear todo el territorio nacional.
En cuanto a lo “social” de la protesta, el referido atributo, ya se sabe, no tiene una definición exacta en el vocabulario político o legal, pero está asociado en el imaginario popular al origen humilde y quizá rural de los reclamos. Y en esa medida, agita, al parecer, una fibra culposa en los responsables de ejercer la autoridad y restablecer la convivencia pacífica.
Sucede, no obstante, que esa tarea no solo es legítima y está solventada por el voto de millones de peruanos, sino que además está llamada a devolver a los ciudadanos –tanto o más humildes que los que transgreden la ley– la vida que se han labrado en el lugar que está sufriendo toda esta disrupción.
Porque el saldo parcial de este desborde no solo es el de los tres muertos, 79 civiles y 144 policías heridos que se ha mencionado. Hablamos también de varios moradores del Valle de Tambo que han tenido que huir de la zona por el hostigamiento del que han sido víctimas al oponerse al paro. De viviendas incendiadas, de ómnibus apedreados y quemados, de vías de comunicación bloqueadas para imponer un punto de vista que ni siquiera es claramente el mayoritario y que ignora deliberadamente información que cuestiona sus pretendidos fundamentos. ¿O solo es “social” la parte de la población que pega más fuerte?
Hablamos, asimismo, de pérdidas económicas derivadas de ese bloqueo que, solo en materia de producción agropecuaria, le han costado ya a la región 300 millones de soles. Y de desabastecimiento, aislamiento y, por supuesto, miedo. ¿No son esas razones “sociales” suficientes para que el Estado y sus actuales administradores actúen?Frente a todo ello, este solo atina a insistir tímidamente en el llamado al diálogo. Podría pensarse que el envío ayer de 1.000 militares a la zona significará el fin de esta actitud, pero dada la manera en que acabaron los anteriores momentos en que el gobierno pareció ponerse firme frente a situaciones así, es de temer que ello esté aún por verse.
El “diálogo” como principio está muy bien, pero no cuando para entrar en él hay que abandonar compromisos básicos –como el de mantener el libre tránsito por el territorio, por ejemplo– y ceder a un chantaje violento de quienes, por lo demás, han hecho saber que lo único que considerarán aceptable es que el proyecto no vaya (es decir, con quienes han hecho saber que para ellos el diálogo solo va si es para olear y sacramentar lo que ya decidieron). Esto, desde luego, sin importar que no hayan logrado mencionar en el camino un solo argumento que demuestre cómo así este proyecto traerá el apocalipsis ambiental del que hablan.
El gobierno, por lo que se sabe, está preguntándose en estos días si tiene la autoridad necesaria para declarar el estado de emergencia en esa provincia sin darse cuenta de que lo que está en emergencia es en realidad el Estado mismo, incapaz de hacer valer los instrumentos que la gente ha puesto en sus manos para que la defienda de la arbitrariedad y el abuso de los que violentan su derecho a la paz y la búsqueda de la prosperidad. Qué enorme malentendido.