Editorial: Especulando con la cárcel
Editorial: Especulando con la cárcel
Redacción EC

El jueves pasado, el pleno del Congreso aprobó una iniciativa legislativa de la Defensoría del Pueblo que sanciona con pena de cárcel el acaparamiento y la especulación de bienes y servicios en zonas declaradas en emergencia por desastres naturales.

Ya en un habíamos desarrollado por qué una idea como la planteada no solo era contraria a la libertad de precios que opera en nuestro país bajo el modelo de economía social de mercado establecido en nuestra Constitución, sino que además resultaba inviable en la práctica, pues acarreaba que alguien definiera arbitrariamente cuándo un precio calificaría como ‘especulativo’, cuándo un alza sería injustificada, y a partir de qué momento el aprovisionamiento de un producto podría convertirse en acaparamiento.

Pues bien, esos mismos defectos y otros más han sido consolidados en la ley recientemente aprobada por el Parlamento.

En lo que se refiere al ahora delito de acaparamiento, la nueva ley señala que este se produce cuando alguien “sustrae del mercado, bienes o servicios de primera necesidad” –es decir, los que algún funcionario defina discrecionalmente como tales–, “con el fin de alterar los precios, provocar escasez u obtener lucro indebido”. Todo un desafío para el telépata que deberá distinguir en la mente de cada bodeguero (414 mil en el ámbito nacional, según la Asociación de Bodegueros del Perú), ambulante y comerciante en todo el país, la frontera que separa el abastecimiento racional para una ganancia lícita del aprovisionamiento “criminal” e “indebido”.

Y en lo que concierne a la especulación, esta será castigada con pena no menor de tres años de cárcel para quien ose vender bienes o servicios de primera necesidad “a precios superiores a los habituales”. Lo cual supone, por supuesto, la creación de la más grande entidad pública supervisora y reguladora de precios que jamás haya existido, pues tendrá que multiplicarse en el territorio nacional todos los días del año (porque nunca se sabe cuándo ni dónde se producirá la próxima emergencia) para tomar nota de los precios de todos los productos y servicios en todas las localidades del país, a fin de determinar cuál es ese precio “habitual”. Y luego, cuando se haya declarado el estado de emergencia, actualizar periódicamente el tope tarifario que nadie deberá sobrepasar. 

Al ejército de supervisores de aprovisionamiento, registradores de precios diarios y reguladores de precios habituales, habrá que sumarle los policías y fiscales que, en lugar de perseguir asaltantes, asesinos, violadores y corruptos, deberán mutar en visitadores de tiendas y mercados para –con la gigantesca lista de cantidades y precios oficiales en mano– atrapar a acaparadores y especuladores. 

Más allá del inconmensurable aparato burocrático que demandaría tratar de llevar a la práctica la norma recientemente aprobada, está la lamentable constatación de que, aun si la Defensoría y el Congreso fueran exitosos en su emprendimiento controlista, no lograrían ayudar a la población que lo necesita. Por el contrario, lo único que generarían sería más incertidumbre y escasez, al desincentivar a los comerciantes que probablemente preferirán dirigir su oferta ahí donde no haya control de precios ni riesgo de terminar tras las rejas.

La mejor forma de luchar contra la escasez y los oportunistas es fomentando una mayor oferta. La cual se puede lograr facilitando el ingreso de más proveedores (quienes de por sí se verán atraídos por los precios altos) y, cuando ello no resulte suficiente, a través de la intervención subsidiaria del Estado, como ha venido ocurriendo en las últimas semanas, a través de las donaciones y provisión directa de bienes y servicios.

Soluciones reales son lo que necesitan los damnificados; no autoridades especulando con la cárcel ni experimentos probadamente fallidos.