Editorial: El infierno no son los otros
Editorial: El infierno no son los otros
Redacción EC

Hace dos días, expresó de una manera particularmente agresiva su oposición a la iniciativa sobre la que el congresista ha venido promoviendo junto con otras personas y colectivos. Como se sabe, la iniciativa en cuestión –que propone reconocer a las parejas formadas por personas del mismo sexo una serie de derechos civiles que exceden lo meramente patrimonial– fue descartada ayer en una votación en la Comisión de Justicia y Derechos Humanos del Parlamento, pero cabe suponer que sus partidarios, que no son pocos, insistirán durante la próxima campaña electoral y en futuros ejercicios legislativos en impulsar la reivindicación que esperan alcanzar. 

Es por ello, entonces, así como por expresar una forma muy extendida de ventilar las diferencias de opinión en nuestro país, que la intervención del obispo emérito de Chimbote no debe ser tomada como un exabrupto anecdótico o pasajero.

Lo que monseñor Bambarén dijo exactamente fue: “El congresista Bruce está haciendo un papelón con todo eso, apareciendo, perdón por la palabra, como un maricón en medio de todo. Él mismo ha dicho que es gay y gay no es la palabra peruana; la palabra peruana es maricón”.

Como es obvio, el que haya pedido perdón por la palabra ‘maricón’ antes de usarla, revela que era perfectamente consciente de la carga ofensiva que entrañaba. Y, por lo demás, su anatema de esta vez no ha sido sino la reiteración de una arremetida del 2011, en la que, con disquisiciones lexicográficas semejantes, utilizó el mismo insulto para referirse a los homosexuales, y a los pocos días tuvo que ofrecer disculpas.

Abundar en el conflicto que este acto de desprecio supone respecto de la doctrina cristiana de amor al prójimo sería ocioso. Baste decir que esta vez su dolor de corazón tendrá que ser un poco más persuasivo para conseguir el perdón de los agraviados.

Resulta imperioso, en cambio, preguntarse por las emociones que pudieran haber motivado el ataque discriminatorio, porque, como advertíamos al principio, este coincide con un estilo demasiado frecuente en nuestra sociedad a la hora de confrontar las diferencias de todo tipo.

Desde las injurias racistas que se gritan a un futbolista hasta las descalificaciones proferidas desde el poder contra quienes se adhieren a una causa política distinta, desde los odios religiosos hasta el escarnio a los homosexuales que da pie a esta reflexión, todas las manifestaciones derogatorias plantean, en el fondo, una división entre un grupo que se siente el ‘correcto’, el mayoritario o el superior; y otro, que es visto por el primero como la antítesis de todos esos atributos.

El miedo a lo ajeno o extraño es, después de todo, uno de los sentimientos más primitivos de la especie humana. Y, en esa medida, aflora con mucha facilidad en situaciones en las que hay algo en disputa: un resultado deportivo, una decisión política o una definición sobre lo que es éticamente aceptable en una comunidad.

Pero la civilización es una conquista que ha consistido, precisamente, en alejarnos de lo primitivo. En aprender a tolerar y acoger lo diverso, en tanto no atente contra el ejercicio de nuestros propios derechos individuales, para lograr una convivencia pacífica y beneficiosa para todos. En comprender, en suma, que la diferencia forma también parte de la naturaleza humana y que el modo de superar los conflictos que plantea no puede ser violento, ni física ni verbalmente.

Y si esta reflexión tiene un valor universal, cuánto más lo tendrá en un país como el nuestro, en donde, por ejemplo, según el Latinobarómetro, 39 de cada 100 personas se sienten discriminadas por su raza. O en una capital en la que, de acuerdo con un estudio realizado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, un 44% de los escolares declara haber sido víctima de algún tipo de ‘bullying’ basado en diferentes formas de discriminación.

La tarea de adiestrarse en la tolerancia, por supuesto, no es sencilla. Y de seguro se verá permanentemente entorpecida por los brotes de emociones primarias, como en el caso que comentamos ahora. Pero que sirvan todas esas ocasiones para recordarnos por lo menos que, a contrapelo de lo que dice la frase que Sartre popularizó en uno de sus dramas, el infierno no son los otros.