(Foto: Congreso)
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Editorial El Comercio

Los ánimos entre el Ejecutivo y el Legislativo no pasan por su mejor momento. Existe, por lado y lado, una crispación hacia el otro vinculada a los pedidos de interpelación a distintos ministros planteados últimamente en el Congreso. Algunos ya por ser votados en el pleno y otros esperando su turno de ser sometidos a consideración de la representación nacional.

Los integrantes del Gabinete cuya comparecencia en el hemiciclo ha sido solicitada por diversas bancadas son los titulares de Economía, Salud, Desarrollo e Inclusión Social, Educación, Justicia, e incluso el presidente del Consejo de Ministros, Vicente Zeballos.

Como se sabe, citar a los ministros para que respondan un pliego de preguntas sobre materias de interés general es un derecho que asiste al Parlamento y que, por supuesto, nadie con un mínimo criterio de realidad se atrevería a objetar. Pero hay modos de cuestionarlo con algo de sutileza y desde el Ejecutivo se ha venido ensayando persistentemente uno. A saber, el de sugerir que los funcionarios a los que se busca citar andan muy ocupados en la atención de los problemas que saltan cotidianamente a raíz de la emergencia como para dedicar tanto tiempo a una dinámica semejante.

Primero fueron, en efecto, algunos miembros del Gabinete los que manifestaron que las interpelaciones no eran oportunas porque el equipo de gobierno estaba ocupado al 100%. Y luego el nivel de la queja escaló hasta llegar al primer ministro Zeballos (que, irónicamente, es uno de los requeridos por parte del Congreso e hizo un llamado a que “no se distorsionen estas potestades de control y fiscalización” de las que dispone el Legislativo) y al presidente Vizcarra, quien dos días atrás sentenció: “Seis pedidos de interpelación en pleno proceso de estado de emergencia […] nos parece un exceso”.

Las críticas del Gobierno no pasaron por cierto desapercibidas en el Parlamento y las respuestas no se hicieron esperar. Acusaciones de estar “tratando de distraer la atención”, de “culpar al Congreso de sus propios fracasos” o de simplemente tener un talante “poco democrático” fueron lanzadas contra el jefe de Estado desde la Mesa Directiva y la presidencia de algunas comisiones, con lo que la atmósfera crispada a la que aludíamos al principio quedó instalada.

¿Cuál de los dos poderes tiene la razón? Pues, de alguna forma, ambos y ninguno. Por un lado, los temas sobre los que la representación nacional quiere interrogar a los referidos ministros son pertinentes a la labor de fiscalización que le compete en una situación como la actual (alcances y distribución de los bonos asistenciales, marchas y contramarchas en políticas sanitarias, situación de los privados de libertad durante la emergencia, etc.), y por otro se deja ver una duplicación en el propósito de las citaciones de esos mismos ministros a distintas comisiones (que en algunos casos luego no se materializan) que hace dudar de la seriedad de quienes las promueven.

No le toca, pues, al presidente decir cuántas interpelaciones son adecuadas y cuantas “un exceso”; máxime en un contexto en el que sus propias evaluaciones y autocríticas brillan por su ausencia. No debe dejar el sabor de estarnos diciendo: “Que me interpele la historia”. Pero tampoco puede ser tan frívolo el Parlamento como para estar convocando a un tercio del Gabinete al hemiciclo para responder preguntas que ya les plantearon en otra instancia o que solo buscan constituirse en una exhibición de fuerza.

Los instrumentos que permiten el equilibrio de poderes son demasiado valiosos para la democracia como para que quienes deben utilizarlos los desvirtúen a fin de sacarse de encima la fiscalización a la que tendrían que someterse. Lo ideal es que exista una dinámica de interpelaciones cruzadas… que no obstaculice la colaboración.

Si mal no recordamos, hace muy poco los representantes de ambos poderes se reunieron para ponerse de acuerdo sobre cómo trabajar en conjunto. Pero para eso, claro, se requiere madurez política, y esta últimamente ha mostrado ser un bien escaso.