Carlos Basombrio
Carlos Basombrio
Editorial El Comercio

Primer acto: un grupo de parlamentarios de oposición anuncia que va a presentar una moción de contra un ministro. Los motivos que dan pie a la solicitud resultan cuestionables, pero hay algún evento mediático (una denuncia que involucra a un mando medio, una adenda contractual que genera dudas o una marcha nefasta de terroristas) que sirve de justificación coyuntural.

Ante ello, surgen críticas no a la figura de la interpelación ni a la existencia de control político, sino a la pertinencia de su ejercicio en el caso concreto, a las razones que la motivan. Estas, sin embargo, son desestimadas por los proponentes de la medida, que arguyen que es una prerrogativa parlamentaria y tildan de “antidemocrática” a cualquier persona que la objete.

Segundo acto: se introduce la moción de interpelación y, casi inmediatamente, legisladores de las bancadas proponentes plantean también el licenciamiento del ministro. Se le acusa de no hacer “absolutamente nada” (pese a las cifras que revelan avances positivos, en educación o en lucha contra la inseguridad ciudadana), por lo que, el mismo día en que se formaliza el pedido de interpelación, una parlamentaria (Karina Beteta) le sugiere que renuncie (“Yo creo que, más bien, antes de estar viniendo acá al Parlamento, lo que debería hacer es presentar su carta de renuncia”), mientras que uno de sus colegas (Héctor Becerril) anticipa ya su censura (“Yo voy a esperar que él venga interpelado [sic], pero obviamente yo creo que no tiene las capacidades y posiblemente se dé pues la censura luego de escucharlo”).

En realidad, no hacen más que reiterar el mensaje fatalista que los voceros de su bancada habían pronunciado días atrás: “No hay necesidad siquiera de interpelarlo […] hay que censurarlo” (Lourdes Alcorta), “[el ministro ] puede renunciar o ser censurado sin necesidad de una interpelación” (Luis Galarreta).

Todo esto antes de que se lleve a cabo la sesión a la que debe acudir el ministro a responder el pliego de preguntas que acaba de ser formulado.

Hasta este punto, se han repetido prácticamente los mismos fragmentos de una trama muy familiar. Al igual que sucede hoy con Carlos Basombrío, tanto Jaime Saavedra como Martín Vizcarra enfrentaron apresurados pedidos de interpelación, pese a que mostraban indicadores positivos en sus respectivas gestiones. En todos los casos también, parlamentarios fujimoristas adelantaron su voluntad de que no permanecieran más en el Gabinete Ministerial, antes siquiera de que tuvieran la oportunidad de exponer en el pleno del Congreso.

Los siguientes actos también son conocidos. Las sesiones de interpelación contra Saavedra y Vizcarra fueron poco más que una fatua exhibición de fuerza. Las respuestas que dieron los ministros importaron poco o nada, como evidenciaron las preguntas repetitivas y poco estructuradas de los congresistas que intervinieron en el hemiciclo. De hecho, la exposición de aproximadamente tres horas del también vicepresidente de la República se hizo durante varios momentos ante un auditorio parlamentario mayoritariamente vacío. Los que sí estuvieron presentes, en ambas ocasiones, fueron los agravios y las acusaciones sin sustento.

El arrinconamiento que experimentó el Ejecutivo tuvo el mismo desenlace, aunque por distintos caminos. Mientras Saavedra fue censurado por el Congreso, Vizcarra renunció antes de llegar al mismo resultado.

El problema con la actitud irresponsable y hasta abusiva con la que muchos legisladores han abordado la prerrogativa de la interpelación es que la terminan deslegitimando como instrumento de control político y la convierten en una herramienta exclusiva de vapuleo. Y al hacerlo, a ojos de la opinión pública, terminan despintándose individualmente ellos, así como a sus respectivas bancadas.

Ad portas de una nueva interpelación, y aunque los antecedentes hasta el momento no permitan un buen presagio, solo cabe desear que los congresistas cambien la actitud mostrada hasta ahora y nos ahorren una penosa exhibición. De lo contrario, no nos pregunten cómo se llama la obra que ya hemos visto dos veces. Solo avísennos cuando termine.