(Foto: GEC)
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Editorial El Comercio

Ayer, el presidente Martín Vizcarra anunció que el estado de emergencia que decretó el pasado 15 de marzo y cuya fecha de caducidad había sufrido tres enmiendas, se extenderá por cuarta vez hasta el próximo 24 de mayo.

En otras palabras, los peruanos habremos pasado, cuando menos, 70 días confinados en un esfuerzo hercúleo para controlar el contagio del coronavirus en el país, que ya ha infectado a más de 61.800 personas y que, hasta ayer, había dejado 1.714 fallecidos. “No sería responsable de parte de nosotros como autoridades que, cuando estemos por el orden de una tasa de contagio de 1 [la cantidad de personas a las que un infectado puede contagiar], levantemos el estado de emergencia. Eso podría generar un rebrote y regresar a niveles que teníamos antes [una tasa de contagios de 3]”, explicó el mandatario para sustentar su decisión.

Aunque dura, la medida adoptada por el Gobierno resulta comprensible. Dicho esto, sin embargo, es evidente que las semanas que restan hasta el 24 de mayo no pueden ser una simple prórroga de la tercera ampliación que hemos vivido hasta ahora y que hay correcciones ineludibles que deben efectuarse para acercarnos al objetivo de nivelar la curva de contagios. Primero, porque, en palabras de la jefa del Comando COVID-19, Pilar Mazzetti, “este tercer martillazo no ha dado todos los resultados que esperaríamos”. Y segundo, porque innegablemente este último tramo será el más difícil de sobrellevar, tanto por los problemas económicos que empiezan a acumularse para millones de ciudadanos que llevan siete semanas sin trabajar como por los efectos que el encierro viene teniendo en muchísimas personas.

En ese sentido, el presidente Vizcarra afirmó ayer, por ejemplo, que han detectado varios puntos en los que existe un riesgo elevado de contagios, como los mercados, las filas de los bancos (a los que las personas acuden para, entre otras cosas, cobrar las ayudas del Estado), y los paraderos y buses del transporte público (estos últimos, ha dicho el mandatario, no deben transitar repletos de pasajeros). Y, en consecuencia, se han anunciado algunos correctivos.

En cuanto a los mercados, el Ejecutivo comenzará un trabajo conjunto con los alcaldes de todos los distritos del país (según el presidente, han identificado 36 mercados peruanos como “críticos”) y con las asociaciones de comerciantes de estos establecimientos. Asimismo, se ampliará el horario de movilización por dos horas adicionales (el toque de queda ya no comenzará a las 6:00 p.m., sino a las 8:00 p.m., salvo en las regiones más golpeadas por el COVID-19, como, entre otras, Loreto y Piura) para que las agencias bancarias puedan atender por más tiempo.

Si bien estas medidas parecen acertadas, es imposible dejarse de preguntar por qué recién luego de 50 días de confinamiento –y cuando ya algunas voces habían hecho notar los problemas formulados ayer por el presidente– el Gobierno descubre que en estos sitios de la ciudad es imposible garantizar el requisito más efectivo en la lucha contra el COVID-19 en todo el planeta: el distanciamiento social.

Y lo mismo puede decirse de la economía. Es positivo que el Ejecutivo haya adelantado un plan escalonado de cuatro fases para la reanudación de las actividades económicas, y que se haya trabajado en protocolos sanitarios para proteger a los trabajadores, pero queda la sensación de que nadie quiere impregnarle celeridad y dinamismo al tema. Parecería, en síntesis, que las medidas que está tomando ahora el Gobierno han comenzado un poco tarde y a trompicones, a pesar de que los problemas que las originaron no eran tan difíciles de detectar.

De lo que se trata, en fin, es de que esta prórroga no perpetúe los errores que han mostrado las anteriores y que sea, más bien, una fase diferente en la que se aplique el doloroso aprendizaje que hemos ido recogiendo hasta ahora. Es muchísimo lo que nos jugaremos en las próximas semanas como para dar pasos en falso o caminar adormecidos.

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