(Foto: Andina)
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Editorial El Comercio

No son pocas las venas que comparten el libre mercado y la política en democracia. En ambas esferas se compite para satisfacer de la mejor manera las necesidades y preferencias de los consumidores y votantes; de lo contrario el esfuerzo empresarial o partidario se hace insostenible y fútil.

Pero las coincidencias no son plenas. Mientras que al productor de golosinas o al financista le basta con mantener el favor de sus clientes frente a la competencia para cumplir con su misión, al ministro o al congresista se le exige mucho más. De hecho, la responsabilidad principal de los políticos pasa por gestionar el Estado y los recursos públicos de la mejor manera posible, aun si eso en ocasiones puede hacer mella en sus índices de popularidad. La política se empequeñece cuando se convierte en una lucha por cuotas de poder antes que en una por mejorar la calidad de vida de la gente.

Y eso es a lo que nos hemos venido acostumbrando los peruanos, a una política empequeñecida. Las desavenencias que enfrentan al Ejecutivo y el desde hace más de un año no se basan en incompatibilidades ideológicas, estructurales, de fondo, sobre cuál es la mejor política de salud, cómo se debe reconstruir el norte del país o cuáles son los límites del Estado en la economía –ese tipo de debates que eventualmente redunda en una mejor política pública–. Lejos de eso, los peruanos nos hemos acostumbrado a una clase política que entiende lo suyo como un negocio en el que unos tratan de mantenerse a flote como pueden en el statu quo mientras otros atacan sin provocación aparente.

Para ser justos, el presidente Kuczynski y el saliente primer ministro Zavala intentaron liderar una primera ola reformista en la dirección correcta a inicios de su mandato. Los decretos legislativos –dictados al amparo de las facultades delegadas por el Congreso– tuvieron varios aciertos en materias de simplificación administrativa y burocrática. La Comisión de Seguridad Social elevó las expectativas sobre una eventual reforma laboral y de salud. Pero el esfuerzo fue insuficiente y el ímpetu se fue perdiendo conforme los siguientes meses traían lluvias, escándalos de corrupción, animosidad creciente de la oposición y un cúmulo de torpezas políticas del propio Ejecutivo que todos conocemos. Arrinconado y reactivo, el se ha visto incapaz de imponer su propia agenda. Hoy parece fungir más de administrador temporal y con poco poder de la cosa pública que de gestor de reformas estructurales y con visión.

Por su parte, la actuación general del Congreso ha estado bastante por debajo de las expectativas. En primer lugar, la fiscalización del Ejecutivo a través de interpelaciones y censuras –legítima y constitucional– se ha desnaturalizado a tal punto que se hace irreconocible para qué servía en primer lugar. Llaman la atención en particular la vacuidad de los procesos a los ministros de Educación Jaime Saavedra y Marilú Martens, en los que cualquier referencia seria a política educativa estuvo ausente y que terminó en el enfrentamiento forzado con el Ejecutivo y el rechazo de la confianza al primer ministro. Una relación disfuncional por donde se le mire.

En segundo lugar, y quizá aun más grave, es la falta de trabajo parlamentario en las grandes reformas pendientes que hay por delante. ¿Qué grupo político del Congreso ha presentado, luego de casi 14 meses en el cargo, una propuesta seria de reforma laboral, de salud, política, previsional, judicial, etc.? La curul no es un espacio privilegiado para hacer campaña hasta las siguientes elecciones y aspirar a conservarla.

Suena a una obviedad insistir en que Ejecutivo y Congreso tienen que trabajar juntos si queremos tentar el desarrollo. Pero los últimos meses y acontecimientos reafirman con dureza y evidencia la necesidad de este entendimiento. La política no es un mercado.