Editorial El Comercio

El presidente ha perdido ya toda noción del decoro que supone su cargo al frente del Estado. El punto más bajo en su trayectoria –y hay una variedad de dónde escoger– sucedió ayer. El mandatario y el ministro Willy Huerta, titular de la cartera del Interior, cambiaron al inspector general de la policía, en una abierta afrenta a la institucionalidad de la para beneficio propio.

El sábado advertíamos en este mismo espacio que la denuncia presentada por Eduardo Pachas, uno de los abogados del mandatario, en contra del coronel PNP , líder del grupo de policías que apoya al Ministerio Público en las investigaciones del entorno presidencial, era una interferencia descarada en el proceso fiscal.

Ahora el presidente ha ido un paso más allá. El jefe del Estado decidió designar a Segundo Leoncio Mejía Montenegro –también natural de Chota, Cajamarca– nuevo inspector general de la PNP. Al mismo tiempo, nombró a Raúl Enrique Alfaro Alvarado y a Vicente Marcelo Álvarez Moreno nuevo comandante general y nuevo jefe del Estado Mayor General, respectivamente. Los cambios, por supuesto, le darían al presidente mayor fuerza para controlar las acciones de la policía en contra de él y de su entorno, potencialmente separando al coronel Colchado.

Es difícil pensar en un indicio más evidente de obstrucción a la justicia que este, a la vista de cualquiera, publicado ayer en blanco y negro en “El Peruano”. Si el reciente episodio de dos efectivos policiales atando los zapatos del presidente fue una falta de respeto para la PNP, el manoseo de sus altas autoridades para provecho personal es una patente muestra de desprecio por su institucionalidad.

En 13 meses de gestión, el gobierno acumula cinco comandantes generales de la Policía Nacional, y se ha llegado a un punto de no retorno. El mandatario ya ni siquiera se molesta en disimular los motivos ilegales detrás de sus acciones. Lo cierto es que esto quizá se deba a que nunca tuvo que hacerlo, ni cuando destituyó al procurador general del Estado, Daniel Soria, a inicios de año, quien lo denunció ante la fiscalía por el Caso Puente Tarata III; ni cuando impidió, en más de una ocasión, que fiscales y policías ingresaran a Palacio de Gobierno a pesar de contar con las autorizaciones correspondientes; ni cuando echó al ministro del Interior, Mariano González, por respaldar el trabajo de la fiscalía en las investigaciones en contra del mandatario y su círculo cercano. En el presidente Castillo convergen hoy, paradójicamente, la enorme incertidumbre que despierta un cerco fiscal que se estrecha a su alrededor con una sensación de impunidad que le permite abusar de su posición sin rendir cuentas a nadie.

A pesar de sus palabras, el mandatario ha utilizado todos los recursos posibles para evitar que se avancen las investigaciones que lo comprometen, legítimos e ilegítimos. Así, si el presidente Castillo fuera un ciudadano cualquiera, sin las protecciones que le garantiza la Constitución debido a su investidura, la voluntad que ha mostrado para interferir con los procesos en su contra debería ser largamente suficiente para dictar medidas de privación de la libertad. Castillo debe entender que el poder no dura para siempre y la inmunidad no es eterna.


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