Editorial: Pobres, pero iguales
Editorial: Pobres, pero iguales

Desde la crisis internacional del 2008, la discusión respecto de la desigualdad de ingresos a nivel global ha ganado presencia. El asunto adquirió un nuevo impulso, esta vez con ribetes más académicos, tras la publicación del libro “El capital en el siglo XXI” (2013), del francés . Reportes de ONG internacionales y discursos políticos agitan el tema cada vez que tienen la oportunidad.

Es quizá en línea con esta tendencia que hace unos días el jefe de la , Martín Ramos, comentó en un encuentro internacional en Roma que “la desigualdad genera un drama humano” presente en América Latina y que “indigna saber que solo las 85 personas más acaudaladas del mundo concentran en sus cuentas bancarias la misma riqueza que 3.500 millones de seres humanos pobres”. Según declaraciones recogidas por el diario “Gestión”, el representante del organismo recaudador propuso como parte de la solución a este problema la “fiscalización de corporaciones multinacionales y personas de elevado patrimonio”.

Como hemos comentado en anteriores ocasiones, el problema con el énfasis en la desigualdad es que normalmente asume que la cantidad de riqueza es fija, que la libertad económica trata de un juego de suma cero en el que las ganancias de unos son las pérdidas de otros. Así, aquellos que entienden que los ricos tienen recursos como consecuencia de que los pobres no los tengan –y que, en consecuencia, proponen intensas políticas para redistribuir los ingresos– olvidan que el verdadero problema no es la desigualdad, sino la pobreza.

De hecho, la verdadera medida de bienestar de un país no se evalúa por sus niveles de igualdad. Venezuela es hoy el país más igualitario de la región y el primer gobierno de Alan García tuvo niveles de desigualdad más bajos que los de la última década. Sin embargo, pocos peruanos abogarían por regresar a los estándares de vida de finales de la década de 1980 o por compartir el destino de los venezolanos. Lo que varios parecen obviar es que las políticas de igualación de ingresos tienen muchas veces el indeseado efecto de ser bastante exitosas igualando a todos hacia abajo.

De cualquier modo, e incluso asumiendo que la desigualdad es negativa en sí misma, a escala nacional la discusión resulta menos trascendente. Después de todo, la desigualdad –medida a través del – ha venido cayendo sostenidamente gracias al desarrollo económico de los sectores más bajos y medios de la población.

Si bien los argumentos usados a favor de las políticas activas de igualación de ingresos resultan por lo general tan errados como anodinos, en boca del jefe de la Sunat son preocupantes. Las personas y las empresas, multinacionales o no, deben pagar impuestos y ser sancionadas por no hacerlo. Pero defender una visión que recela y castiga el éxito no es compatible con una cultura de emprendimiento, productividad e innovación. Más aun en un contexto en el que la informalidad empresarial y laboral ha ganado tanto terreno en parte gracias a las políticas por momentos arbitrarias que la Sunat implementa.

Hay algo en lo que el señor Ramos sí tiene razón. Pese a los enormes avances logrados en los últimos años, los niveles de pobreza en el Perú y en el mundo aún son indignantes. Pero para combatir este problema –el verdadero flagelo– conviene no desviar esfuerzos en perseguir fantasmas que muchas veces responden a consignas políticas o ideológicas antes que a trabas reales al desarrollo. 

Las libertades económicas y las políticas efectivas para incrementar la productividad –por ejemplo, a través de la provisión de educación de calidad– son la clave para superar la pobreza. Mientras el eje de la discusión no se centre en esto, seguiremos corriendo el riesgo de abrigar políticas igualadoras, pero hacia abajo.