(Foto: El Comercio)
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Editorial El Comercio

Que Pedro Pablo Kuczynski ha mellado seriamente su credibilidad como presidente de la República al haber faltado a la verdad con respecto a sus pasadas vinculaciones con la empresa Odebrecht es indudable. Lo es también el hecho de que, a raíz de esa conducta reprobable y merecedora de una investigación rigurosa, estuvo hace pocos días a punto de ser vacado de su cargo, y que todavía la estabilidad de su gobierno –afectada adicionalmente por la concesión de un indulto a Alberto Fujimori, que ha sido el evidente resultado de una negociación política– es precaria.

De ahí, sin embargo, a que baste ahora el verbo encendido de una persona en medio de una manifestación de protesta para que él deje de ser el jefe del Estado hay una gran distancia. Y, sobre todo, algunos preceptos constitucionales que no se pueden ignorar sin poner en cuestión al mismo tiempo la vigencia de la propia democracia.

Esa parece ser, no obstante, exactamente la fantasía de la lideresa de la organización Nuevo Perú, Verónika Mendoza, quien esta semana, en un video grabado durante una movilización contra el mencionado indulto en el Cusco y colgado luego en las redes, decretó que ‘el señor Kuczynski’ “ya no es más el presidente de los peruanos”. Esto, según ella, “porque lo que ha hecho con el indulto, inmoral e ilegal, es una vil traición a la patria”. Ha agregado, además, que “todos –PPK, el fujimorismo, el alanismo– están comprometidos con los casos de corrupción de Odebrecht” y hoy quieren cubrirse con un ‘pacto de impunidad’.

Después de exigirle una vez más al mandatario que se vaya “porque ya no es más presidente de la República”, remató ella su proclama con una aseveración que, a nuestro modo de ver, revela la auténtica motivación de todo el discurso. “Es la hora de un pueblo y de su poder constituyente”, dictaminó.

No es una novedad el escaso compromiso de buena parte de la izquierda –como tampoco lo es el de buena parte de la derecha– con la democracia. Particularmente, el de aquella que durante años se ha resistido sistemáticamente a llamar al régimen chavista de Venezuela por su nombre: dictadura. Pero la verdad es que resulta insólito asistir a una expresión tan nítida de un afán totalitario y autocrático como esta.

Si la señora Mendoza está convencida de que las consideraciones que señala son suficientes para provocar una vacancia presidencial, lo que tendría que hacer es presentar, a través de la bancada congresal que se identifica con su agrupación, una nueva moción en ese sentido y ver qué suerte corre en el Congreso. Eso es lo que la Constitución establece. Pero, claro, luego de toda la ordalía por la que ha pasado recientemente nuestra estructura política, aquello luce improbable y trabajoso, por lo que anunciar simplemente que el presidente ya no le es más en medio de una marcha tumultuosa se presenta como una opción más atractiva y expeditiva. Algo así como el golpe soñado: el que se hace realidad con solo pronunciar el deseo de que así sea...

El golpe anhelado, por lo demás, no es solo contra el presidente. Como la ex candidata del Frente Amplio desliza en la parte final de su soflama, aquello a lo que aspira en el fondo es a deponer también el actual texto constitucional y a producir otro, adecuado a sus convicciones –esto lo sabemos por lo que dijo cuando estaba en campaña– sobre, por ejemplo, los controles que hay que imponer a la economía y a la prensa libres.

Ocurre, no obstante, que, aunque tiende a olvidarlo, ella ya fue con esa propuesta a las elecciones del 2016 y perdió. Y tratar de ‘contrabandear’ ahora esa idea aprovechando el descrédito de tal o cual actor político –pero no del sistema en su conjunto– es ilegítimo y reñido con la institucionalidad.

Alguien tendría que explicarle que la manera de retirar a un gobernante del poder o de acceder a él no es a través de una revuelta o cosa por el estilo, sino respetando los arduos caminos de la democracia y la Constitución que, mal que le pese, nos rige.