Aunque puede discutirse el momento y las circunstancias exactas en que surgió, la expresión “otorongo no come otorongo” –usada para explicar la actitud indulgente de muchos congresistas al momento de fiscalizar y sancionar a sus colegas– se ha convertido en una parte incontestable del léxico de la política nacional y una máxima presente, sin excepción, durante las últimas legislaturas.
El último miércoles, el actual Congreso respetó la tradición. El pleno del Legislativo decidió desestimar las recomendaciones de la Comisión de Ética Parlamentaria para que se suspenda a los legisladores Elías Rodríguez (Apra), Clayton Galván y Yesenia Ponce (Fuerza Popular); y, en su lugar, optó por aplicarles sanciones benignas, pese a las graves acusaciones que recaían sobre ellos.
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En el caso de Elías Rodríguez, como se recuerda, la Secretaría Técnica de la Comisión de Ética recomendó en febrero su suspensión por 90 días con descuento de haberes, luego de que la prensa local detectara plagios en seis de sus proyectos de ley. Rodríguez se defendió responsabilizando a su asesor principal y ofreciendo disculpas, lo que bastó para que la comisión acordara reducir la recomendación de suspensión a 30 días. Ello pese a que el Código de Ética Parlamentaria (CEP) establece textualmente que uno de los deberes de cualquier congresista es “responsabilizarse por todo documento que firma y sella”. No obstante, el miércoles, ya durante el debate en el pleno, el presidente de dicha comisión, Segundo Tapia (Fuerza Popular), acogió una cuestión previa de la bancada aprista para que el castigo ya no incluyera la suspensión y, en su lugar, el legislador recibiera solamente una amonestación pública y una multa, como finalmente ocurrió.
El fujimorista Clayton Galván, por su parte, corría el riesgo de ser suspendido por 90 días tras revelarse su negativa a cumplir con dos mandatos judiciales que le ordenaban pagar una deuda –que aún mantiene pendiente– con la Caja Rural de Ahorro y Crédito Mantaro. Galván intentó justificarse alegando que ha iniciado un nuevo proceso judicial para cuestionar ambos fallos; sin embargo, la Comisión de Ética estimó correctamente que ello no implicaba “que se deje[n] de aplicar dichas resoluciones cuando estas han adquirido la calidad de cosa juzgada”. Pese a ello, y a que el legislador ni siquiera había consignado estas sentencias en su hoja de vida cuando fue candidato, el pleno decidió, inexplicablemente, librarlo de cualquier sanción.
Finalmente, la también fujimorista Yesenia Ponce enfrentaba un pedido de suspensión por 120 días por haber interferido de forma prepotente durante una votación en una sesión del Consejo Regional de Áncash en octubre del año pasado. Además de la intromisión en funciones de terceros, el hecho configuraba una clara transgresión del CEP, que establece que los congresistas deben “abstenerse de efectuar gestiones ajenas a sus labores parlamentarias, ante Entidades en el ejercicio de sus funciones”. Poco importó ello, pues el pleno también decidió cambiar la suspensión por una simple amonestación escrita pública.
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El debate previo al trato blando que recibieron los congresistas estuvo caracterizado por consideraciones clementes como la del vocero oficialista Carlos Bruce, para quien el único “error” de Elías Rodríguez “fue haber escogido mal [su] personal”. Una contemplación que llama a la suspicacia, más aun proviniendo de quien enfrenta una recomendación de suspensión por una falta ética (al haber solicitado apoyo policial para la inauguración de su restaurante, utilizando una carta impresa en papel membretado del Congreso).
Lamentablemente, son este tipo de episodios los que restan credibilidad al Congreso sobre su capacidad de autorregularse y fiscalizarse, y que incluso han motivado iniciativas para que este control se realice de forma externa. Más penoso aun es que acontecimientos como los de esta semana hacen presagiar que la habitual práctica aludida al inicio de este editorial se mantendrá vigente, por lo menos, por cuatro años más.