Fernando de Szyszlo. (Foto: Christian Ugarte/ El Comercio)
Fernando de Szyszlo. (Foto: Christian Ugarte/ El Comercio)
Editorial El Comercio

La muerte de Fernando de Szyszlo deja a las artes plásticas peruanas sin el más importante y respetado de sus representantes, como han puesto y seguirán poniendo de relieve en estos días notas y testimonios de otros artistas y personas especializadas en la materia. Existe, sin embargo, otra dimensión de su vida pública que merece también ser destacada y reconocida con ocasión de su partida: la de su participación en la defensa de la democracia y de las libertades de los peruanos, cada vez que sintió que estaban amenazadas.

Szyszlo no podría ser encasillado fácilmente en la categoría de ‘artista comprometido’; por lo menos, tal como se la entendió a partir del siglo XX. Aunque de ideas de izquierda en su juventud, nunca se afilió a un partido de ese signo ideológico y, como él mismo dijo en una reciente entrevista, “menos a uno tan radical como el Partido Comunista, que mató a tanta gente”. Su única adhesión conocida a una organización de corte político y vocación electoral se produjo a fines de los años 80, cuando su amigo Mario Vargas Llosa fundó el Movimiento Libertad (ML), con el que, en 1990, terminó postulando a la presidencia dentro de la alianza Fredemo, que también integraban Acción Popular y el PPC.

Para ese entonces, el pintor se había alejado ya de sus viejas simpatías izquierdistas y, a juzgar por lo que dijo en otro momento de la entrevista ya citada, se consideraba, más bien, un liberal (“un grupo de liberales peruanos quisimos compartir su sueño de que se podía cambiar este país prontamente”, es lo que señala textualmente a propósito de Vargas Llosa y su incursión en la política). De cualquier forma, como se recordará, el Fredemo perdió aquellas elecciones y el ML se disolvió poco después, con lo que Szyszlo pudo retomar plenamente su identidad de librepensador sin ataduras.

Eso, no obstante, no significó que dejara de prestar su concurso y prestigio a esfuerzos que le parecieron fundamentales para la preservación de la democracia y la convivencia civilizada en el Perú. Así, por ejemplo, participó en 1996 en la Cruzada Nacional Cívica para recolectar firmas para un referéndum–finalmente obstaculizado desde el poder por el fujimorismo– sobre la ley de ‘interpretación auténtica’ que le permitió a Alberto Fujimori tentar la re-reelección en el 2000, y fue un crítico tenaz de la corrupción del gobierno de los noventa.

En el 2010, además, asumió la presidencia de la comisión presidencial de alto nivel del Lugar de la Memoria (tras la renuncia de Vargas Llosa a ese mismo cargo), función que conservó hasta fines del 2011.

Pero sobre todo, a lo largo de todos esos años y hasta el final de su vida, jamás rehuyó el pronunciamiento público sobre las opciones y riesgos que el país enfrentaba en las coyunturas electorales o fuera de ellas. Conocidas fueron, por citar un caso, sus reticencias a endosar la candidatura de Ollanta Humala en la segunda vuelta del 2011.

No tuvo nunca tampoco problemas en manifestar sus ideas sobre las recetas económicas que convenía seguir aquí y en cualquier parte del mundo, aun cuando eso pudiera ganarle la ojeriza de alguna intelectualidad intervencionista (“Solo hay un pensamiento económico que es el [del] libre mercado y todo lo demás está equivocado, a mi manera de ver las cosas”, sostuvo en el 2011).

Su principal credo, sin embargo, fue siempre de carácter moral. “Soy una persona que trata de proceder lo más honestamente posible. No creo en izquierda ni en derecha; eso pasó a la historia. Creo en la buena voluntad, la ética y la moral”, aseveró en el 2013. Y ahora que su trayecto vital ha concluido, podemos decir que esencialmente cumplió con lo que sus convicciones le dictaban.

Vamos a extrañar, cómo no, al artista maduro y consagrado. Pero también al combatiente por la democracia sereno pero inflexible que siempre supo ser.