Editorial: Riqueza sin dependencia
Editorial: Riqueza sin dependencia

Cuando en el 2011 el presidente Ollanta Humala anunció que crearía el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis) para administrar los programas sociales del gobierno, algunas alertas se prendieron. Después de todo, no era inusual en la región que partidos que llegan al poder con promesas de grandes transferencias sociales se sirvan luego de estas para establecer redes de clientelaje y dependencia que los mantengan en el puesto.

La verdad, sin embargo, fue que –con todas sus limitaciones y fallas de filtración y subcobertura– los programas sociales fueron manejados con injerencia política limitada y capacidad técnica. Su relativo éxito fue destacado el año pasado cuando el ministro de Economía y Finanzas, Alonso Segura, comentó que la reducción de la pobreza durante el 2014 se había debido en un 83% a los programas sociales y solo el porcentaje restante lo explicaba el crecimiento económico. 

De hecho, la diferencia entre la tasa de pobreza real observada y la que hubiera existido sin los programas sociales ha venido creciendo cada año. Mientras que en el 2011 esta diferencia era de 3,4 puntos porcentuales, al 2015 la distancia fue de 4,5 puntos porcentuales. En otras palabras, las transferencias desde el gobierno han sido cada vez más importantes para combatir la pobreza. 

Por supuesto, una primera lectura apunta a una buena focalización en la labor del Midis. Con mayor presupuesto y un andamiaje institucional adecuado, el nuevo ministerio ha podido llegar más lejos que los anteriores esfuerzos desde el Estado para aliviar la pobreza directamente. 

Pero un segundo nivel de lectura resulta mucho menos alentador. Según reveló el INEI hace poco más de una semana, la pobreza retrocedió menos de un punto porcentual durante el 2015. El motivo por el cual la incidencia de pobreza se mantuvo casi sin variación y por el cual las transferencias desde el sector público son cada vez más importantes para mejorar la situación de los menos favorecidos es que la economía crece a mucho menor ritmo.

Desde hace poco más de una década, el crecimiento económico y la mejora de los salarios han explicado entre dos tercios y cuatro quintos de la reducción de la pobreza en el país. Sin embargo, en los últimos dos años la tendencia se ha revertido y las familias pobres que eventualmente logran superar el ingreso necesario para adquirir una canasta básica de consumo lo hacen cada vez menos gracias a su propio trabajo e inversión, y cada vez más gracias a los impuestos de los contribuyentes. 

Como es obvio, la sostenibilidad de este esquema es débil. No hay país en el mundo que haya logrado superar la extendida precariedad material de su población a largo plazo gracias a programas sociales eficientes. Estos, qué duda cabe, juegan un rol clave en el alivio de la pobreza más abyecta, pero no pueden ser más que un bálsamo temporal que, cuando es incorrectamente usado, hace a la población más dependiente de la voluntad de otros, no menos. El fin último de todo programa social debería ser siempre su propia irrelevancia.

En la medida en que el crecimiento económico del Perú ha sido inclusivo (los pobres se han beneficiado proporcionalmente más que los ricos de este), las bajas tasas de expansión del PBI de los últimos años perjudican más a los que menos tienen.

Si el objetivo es llegar al bicentenario de la República con menos del 10% de la población viviendo por debajo de la línea de la pobreza y que esta mejoría sea sostenible, la única manera para lograrlo es aumentar la productividad de los trabajadores y de la economía en general. A fin de cuentas, no hay programa social que pueda reemplazar la seguridad económica familiar al recibir ingresos suficientes gracias al trabajo propio, ni transferencia que iguale la realización personal del sueldo esforzadamente ganado.