(Foto: AFP)
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Editorial El Comercio

Hace poco más de 40 años, el PBI per cápita ajustado por precios del chileno promedio era similar al del peruano promedio. Salvo algunas diferencias, los vecinos del sur tenían un nivel de vida que no difería demasiado del que se veía en Lima y otras ciudades del Perú. Luego, sin embargo, las trayectorias de ambas economías siguieron rutas dispares por décadas. 

El resultado es una economía chilena que hoy supera cómodamente los US$20,000 anuales por persona (ajustados por precios). Un país que tiene la segunda tasa de pobreza más baja de la región, y un acceso a servicios y oportunidades para sus ciudadanos que los coloca en la puerta de entrada del mundo desarrollado. Sería, orgullosamente, el primer país de Latinoamérica en lograrlo. 

Al frente de esta nación regresó el expresidente Sebastián Piñera el domingo pasado, luego de ganar la segunda vuelta con una diferencia de casi 10 puntos porcentuales. El nuevo mandatario se enfrenta a un contexto económico distinto del que tuvo durante su administración anterior cuando, luego de la crisis internacional, el PBI de Chile se expandía a no menos de 4% por año. Problemas internos, malas decisiones de política, y precios internacionales más bajos explicaron que durante el periodo de mando de la presidenta saliente, Michelle Bachelet, la expansión del PBI promedio fuera menor al 2% anual. 

Con todo, Chile ha sido el alumno aplicado de la región en varios aspectos. Luego del fin de la dictadura del general Augusto Pinochet, el sistema político chileno se ha caracterizado por su estabilidad y predictibilidad, alternando entre partidos o coaliciones de centro izquierda y centro derecha. Los escándalos de corrupción, si bien han estado presentes, no han sido ni de cerca tan profundos o extendidos como los que afligen hoy a otros países de Latinoamérica. Según el ranking de competitividad del Foro Económico Mundial 2017, Uruguay y Chile lideran la región en la categoría Ética y Corrupción. En el pilar de instituciones del mismo listado, mientras que Chile ocupa el puesto 35 de 138 naciones, Brasil se coloca en el 109, Argentina en el 113, México en el 123, Ecuador en el 128, y Perú en el 116. La diferencia es notoria. 

En el aspecto económico, a pesar de los retrocesos y dubitaciones de los últimos años, Chile ha tenido un manejo relativamente prolijo de las políticas públicas a lo largo de distintos gobiernos. En particular, y a diferencia de otras naciones, los chilenos han reconocido la importancia de desarrollar su potencial minero para impulsar su economía y otras industrias conexas. Hoy el cobre es un pilar fundamental del país del sur y ha servido como soporte para financiar proyectos de infraestructura nacional, servicios públicos, programas de educación y seguridad, entre varios otros. 

Por supuesto, Chile tiene todavía muchos problemas y desafíos por delante. Su débil crecimiento económico en los últimos años lo aleja del objetivo de unirse al grupo de países desarrollados. Sus tensiones sociales ganan fuerza –en especial las referidas al sistema educativo y al sistema de pensiones-. Y sus niveles de competitividad, educación e innovación aún no le permiten ponerse de igual a igual con las naciones avanzadas de Norteamérica, Europa o Asia, pero tampoco competir por ‘mano de obra barata’ con otros países menos desarrollados que Chile mismo. 

No obstante, en la experiencia de nuestro vecino del sur hay mucho que aprender, así como también errores para no repetir. Quizá las principales lecciones estén en la fuerte apuesta por la institucionalidad y en la constancia del crecimiento económico a tasas adecuadas a través de un libre mercado con reglas claras. Creciendo a las tasas actuales, al peruano promedio le tomaría aproximadamente medio siglo alcanzar el nivel de vida del chileno promedio actual. Pero esa figura se acorta a poco más de una década si se lograse crecer por encima del 5% por año. La receta para el relativo éxito de Chile no es magia.