En los últimos meses la cantidad de vacunas aplicadas contra el COVID-19 en el Perú se ha ido ralentizando.
En los últimos meses la cantidad de vacunas aplicadas contra el COVID-19 en el Perú se ha ido ralentizando.
Editorial El Comercio

Anteriormente, hemos resaltado que la llegada de al Ministerio de Salud (que, como sabemos, motivó la renuncia de varios profesionales del sector, entre ellos, el pleno del , pieza importante en la estrategia de vacunación contra el COVID-19) coincidió con una ralentización en la inoculación de la tercera dosis en el país.

Cuantitativamente, dos semanas atrás, las cifras son muy claras. Mientras que en noviembre pasado se aplicaron siete millones de vacunas contra el coronavirus en el Perú, en febrero el número se desplomó hasta los 1,2 millones. Y mientras , según el Minsa, 28 millones y medio de personas se habían puesto al menos una dosis y casi 26 millones las dos dosis, solo 12 millones se habían inoculado la dosis de recuerdo; esto es, el 43% de la población objetivo. Cualitativamente, por otro lado, las imágenes de vacunatorios vacíos, otros en proceso de cierre, la reducción de las brigadas de salud (encargadas de la vacunación casa por casa) y la desaparición de los mensajes gubernamentales para alentar la aplicación de la tercera dosis abonan a la percepción de un proceso que ha perdido el empuje que exhibió hasta hace pocos meses.

Esta situación, por supuesto, tiene consecuencias nada desdeñables. Por un lado, como han señalado los especialistas, a partir de los tres o cuatro meses de la inoculación de la segunda dosis se pierden los efectos protectores que evitan que los infectados desarrollen cuadros severos de la enfermedad –incluyendo la muerte– o puedan propalar el virus con mayor facilidad. Esto, como es evidente, afecta principalmente a los adultos mayores. Por el otro, como , más de 8.500 vacunas ya vencieron en febrero y otros 4,45 millones expirarán entre el 31 de marzo y el 30 de abril próximo, un despilfarro que no podemos permitirnos como país.

Frente a este panorama, al Gobierno no se le ha ocurrido mejor idea que imponer para cualquier mayor de 18 años para ingresar a establecimientos públicos y privados desde el 1 de abril. Según informó el Minsa el último miércoles 23 de marzo a través de sus redes sociales, esta medida fue acordada en el Consejo de Ministros que tuvo lugar en esa fecha y el decreto supremo que la formalizará “será publicado en los próximos días”.

Por supuesto, nadie con una dosis mínima de realidad podría oponerse a que el Gobierno despliegue los esfuerzos que crea conveniente para incentivar a toda la población que está en condiciones de inocularse la dosis de recuerdo a que lo haga. Lo importante aquí es preguntarse si no existen medidas menos impositivas para cumplir este objetivo o si la obligatoriedad de exigir la tercera dosis para ingresar a cualquier local no es más bien la única solución que ha encontrado esta administración para suplir su inoperancia ante la desaceleración en el ritmo nacional de inoculaciones. Lamentablemente, da la sensación de que nos encontramos en este último escenario.

¿Cuáles fueron los esfuerzos que ha realizado últimamente el Gobierno para informarle a la población sobre la importancia de que cumplan con la dosis de recuerdo? Si los hubo, no nos enteramos.

El problema con decretar este tipo de medidas no es solo que transmite la impresión de que se ha optado por el camino facilista, sino que, como han advertido varias voces alrededor del mundo, la imposición de mandatos de vacunación sin mayores consideraciones o cuidados corre el riesgo , por ejemplo, agravando la desconfianza de las personas hacia las vacunas o hacia las autoridades sanitarias, lo que podría acarrear resultados catastróficos a futuro.

A estas alturas, tan innegable como la responsabilidad que tenemos los ciudadanos de cumplir con el esquema de vacunación completo es que nuestras autoridades también tienen la de buscar las medidas menos impositivas para lograr el mismo objetivo.