Editorial El Comercio

Tras dos años de pandemia, el 2022 llegó con cierta esperanza de recuperar algo de esa normalidad que el coronavirus nos había quitado de golpe a inicios del 2020. Salvo en algunos países, como China, las estrictas cuarentenas parecían ya cosa del pasado, las vacunas –especialmente las elaboradas a base de ARN mensajero– venían funcionando bastante bien y las perspectivas de reflotar una economía que se había visto sacudida por las restricciones que la enfermedad obligó a imponer en prácticamente todo el mundo eran bastante positivas.

Esas ilusiones, sin embargo, se hicieron trizas apenas en el segundo mes del año. El 24 de febrero Rusia inició su invasión a en un conflicto que se viene prolongando por 10 meses, que se ha cobrado la vida de al menos 6.884 civiles, según la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas –por supuesto, el número real es con toda seguridad mucho mayor, y eso que el cálculo no incluye a los militares de ambos bandos–, que ha cambiado la fisonomía de las ciudades ucranianas a punta de bombas, que ha golpeado a la economía mundial y que puso al mundo nuevamente ante la amenaza de una conflagración nuclear como no se escuchaba desde la Guerra Fría.

El culpable de esta situación que ha llevado imágenes dolorosas a todo el mundo desde lugares como Bucha, Járkov o Irpin es, sin duda alguna, . El pavor del líder ruso ante la constatación de que varios de los países que antes integraban la extinta Unión Soviética hoy se sienten más atraídos por el modelo político y social europeo antes que por el desvencijado y autoritario proyecto ruso es el que lo ha llevado a intentar aplastar, al costo que sea, la libertad del pueblo ucraniano. Si el mundo hoy es más peligroso es porque hemos podido verificar que Putin es capaz de jugarse abiertamente la carta de la guerra y hasta de blandir la amenaza de una conflagración nuclear en su intento por concretar sus designios; una posibilidad que muchos líderes mundiales, principalmente en Europa, veían improbable a inicios de año.

Pero la trágica invasión a Ucrania también ha dejado algunas noticias positivas. Entre ellas, la valentía y la solidaridad de los ucranianos para defender su país aun a costa de sus propias vidas y apoyar a los más vulnerables, la ascensión de un líder como Volodimir Zelenski y el apoyo de las democracias más grandes del mundo al pueblo ucraniano traducido en numerosas entregas de material militar y en varias series de sanciones contra los jerarcas rusos.

Por supuesto, no ignoramos que existen otras guerras en el globo tanto o más cruentas que la de Ucrania, como las desatadas en Etiopía, Yemen o el Sahel, pero ninguna ha llevado al mundo a hablar de armas nucleares ni ha afectado tanto a nuestro país como la que hoy se libra en el este de Europa. En el Perú, por ejemplo, las reverberaciones de las batallas en Donetsk, Jersón o Mariúpol llegaron en la forma de incrementos de los precios de los combustibles, de los granos y de los fertilizantes que afectaron a miles de peruanos, principalmente del campo.

Pero el horror, todo hay que decirlo, no estuvo solo en Ucrania. En Irán, por ejemplo, las multitudinarias manifestaciones tras la muerte de la joven de 22 años Mahsa Amini desembocaron en una represión brutal y en al menos una veintena de personas condenadas a ser ejecutadas por el régimen de los ayatolas. Y si en Irán las mujeres marchaban por desprenderse de un sistema que las margina sistemáticamente, en Afganistán hemos visto el regreso de muchas de las restricciones absurdas e indignas contra las mujeres tras el afianzamiento de los talibanes.

Si en los años previos el mundo había visto la muerte proveniente de un virus que nos arrebató a tantos y que nos obligó a encerrarnos en casa, el 2022 nos vino a recordar que el horror sigue estando en nosotros mismos y que muchas de las cosas que creíamos sepultadas con el cambio de siglo siguen palpitando.

Editorial de El Comercio