Martín Vizcarra (Foto: GEC)
Martín Vizcarra (Foto: GEC)
Editorial El Comercio

La capacidad de enmendar sobre la marcha es una cualidad importante en cualquier gestión. Acelerar el paso, retrasarlo, o de plano cambiar de rumbo en función de circunstancias imprevistas, puede ser crucial para conseguir el objetivo original.

Esta reflexión ayuda a mirar con buenos ojos el Decreto de Urgencia 004-2019, publicado por el Ejecutivo esta semana con el fin de “establecer medidas extraordinarias que contribuyan a estimular la economía a través del gasto público”. Con este decreto, el gobierno dispone transferencias por más de S/1.000 millones provenientes de recursos ordinarios –es decir, de impuestos–. De acuerdo con María Antonieta Alva, titular del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), este incremento podría “impulsar el crecimiento del PBI trimestral en alrededor de 0,5 puntos porcentuales adicionales”. Las medidas extraordinarias incluyen transferencias para el mantenimiento de colegios y hospitales, la subvención de bicicletas en el marco de la Iniciativa Rutas Solidarias del Ministerio de Educación, el mejoramiento de los servicios sanitarios y redes eléctricas en colegios, el financiamiento para el Fondo Mivivienda, entre otras.

Es sin duda positivo que exista capacidad de reacción desde el Ejecutivo en un contexto de baja ejecución del gasto público y de crecimiento insuficiente del PBI. No obstante, hay más de un asunto sensible a considerar respecto del decreto en cuestión.

El primero es la propia naturaleza del instrumento legal utilizado. Como han apuntado algunos abogados constitucionalistas consultados por este Diario, si bien el Ejecutivo está facultado a legislar en materia económica vía decreto de urgencia hasta la instalación del nuevo Congreso, estas deben ser medidas extraordinarias y –como su mismo nombre indica– de carácter urgente. No es claro que acelerar la inversión cumpla estas exigencias legales mínimas.

En segundo lugar, si estos eran proyectos de inversión pública que realmente valían la pena priorizar –que cierran brechas pendientes y mejoran la calidad de vida de la población– ¿por qué no se priorizaron antes? El mantenimiento de colegios o la compra de patrulleras marítimas no cobran súbita importancia porque el PBI vaya a crecer menos de lo esperado el presente año. Si son proyectos que valen el esfuerzo y los recursos, lo eran también cuando se planteó el presupuesto público el año pasado. Y si entonces no tenían rentabilidad social suficiente, ¿por qué tendrían que tenerla hoy?

En tercer lugar, una mirada más acuciosa o escéptica sugeriría que este tipo de iniciativas soslaya el problema de fondo: la incapacidad de ejecución en varios niveles de gobierno. Lo que hace falta en muchos casos no es más recursos –precisamente, lo que se ha transferido vía decreto–, sino competencia para ejecutar el presupuesto ya asignado. En la medida en que este problema estructural del aparato público permanezca vigente, los decretos de urgencia pasando más dinero de los contribuyentes de un lado a otro serán útiles para captar titulares periodísticos, pero no mucho más.

Finalmente, no se puede perder de vista que la principal política de reactivación económica no puede ni debe ser el incremento del gasto público, sino la promoción de la inversión privada. No solo porque la sostenibilidad fiscal impone un tope prudencial a las compras y contrataciones del Estado, sino porque la inversión privada es cuatro veces más significativa para el producto nacional que la pública. En cuanto a los incentivos para la apuesta empresarial en el país, sin embargo, el gobierno no ha venido demostrando especial preocupación. Así, las tasas de crecimiento de la inversión privada permanecen relativamente deprimidas por ya un buen tiempo. Esta circunstancia sí podría tener, quizá, más méritos para ser catalogada como urgente y merecedora de atención especial del Ejecutivo.