(Foto: Juan Ponce Valenzuela).
(Foto: Juan Ponce Valenzuela).
Editorial El Comercio

En una reciente entrevista concedida a la revista “Caretas”, el presidente ha manifestado una vez más su desdén hacia la política. O, por lo menos, hacia la que se puede cultivar desde Palacio. “Los llamados politólogos y editorialistas dicen que hay que hacer política [pero] al peruano que va en su combi al trabajo [la política] le importa un pepino”, ha sentenciado. Y luego, redondeando su reflexión, ha añadido: “Eso no es el centro del asunto. El centro es que llevamos tres años de bajo crecimiento, la gente se está cansando y hay que revertirlo”.

Se distingue claramente en su razonamiento una concepción de la política como una actividad banal y propia de los cubileteos asociados a la lucha por el poder. Incapaz, sobre todo, de traducirse en beneficios concretos para aquella gente que le concede un valor equivalente al del ya mencionado producto vegetal.

El mandatario, sin embargo, se equivoca por partida doble, pues, por un lado, existe otra forma de entender la política. Y por otro, resulta que él mismo cultiva, por acción u omisión, el tipo de política que rechaza.

En su sentido original, en efecto, la política puede ser una actividad bastante digna. Hace más de dos mil años, el filósofo griego Aristóteles la entendía como la ciencia práctica que se ocupaba de las acciones nobles o la felicidad de los ciudadanos en una comunidad o una ‘polis’. Pero mucha agua ha corrido desde entonces bajo el puente y hoy el objeto de esa ciencia práctica daría la impresión de ser, más bien, la felicidad del político mismo. Es decir, su perpetuación en la estima del ciudadano sin importar a qué precio.

Nacen así la demagogia y el populismo, que son dos vanos intentos de gozar eternamente del favor popular, a costa del buen gobierno. Y contra los que, supuestamente, los tecnócratas como el presidente están vacunados.

Si vemos, sin embargo, la forma en que ha procedido el jefe del Estado con respecto a varios de los problemas que le toca enfrentar, no tardaremos en detectar un ‘modus operandi’ como el que acabamos de describir.

¿Por qué otra razón, como no sea la de la pérdida de popularidad en el futuro inmediato, rehúye la reforma laboral que la economía del país necesita para retomar la senda del crecimiento? Flexibilizar las normas que condenan hoy a casi el 70% de los peruanos a trabajar en la informalidad es la manera más segura de generar empleo y aumentar la productividad del país. Y, como su apoyo inicial a la ‘ley pulpín’ indicaba, PPK lo sabe.

Pero, como se recuerda, no pasó mucho tiempo antes de que el temor al castigo de los votantes lo asaltase, y terminó cambiando su postura con el imaginativo argumento de que su opinión original había estado condicionada por la nieve que caía en Nueva York cuando le hicieron la pregunta. Y aunque ya ganó las elecciones, es evidente que el miedo no le ha pasado.

¿Qué razones ‘técnicas’, por otra parte, podrían existir detrás del reiterado avance y repliegue en el asunto del eventual ? ¿O, más recientemente, en la desautorización de los ministros del Interior y Educación a propósito de con quiénes ?

A decir verdad, es difícil atribuir estas vacilaciones a una razón de Estado antes que a la preocupación por la propia imagen y el aplauso popular. Y eso es política… pero en la más pobre de sus acepciones.

Existe, no obstante, otra manera de entender esa actividad. Una en la que, como decíamos al principio, se busque la felicidad o el bienestar de los miembros de la ‘polis’ de una forma más sostenible en el tiempo. O en la que, para utilizar la figura sugerida por el mandatario, el pepino sea reivindicado.

Un cultivo, en suma, útil y productivo de la política que el mandatario tiene todavía pendiente.