"primero habría que demostrar la intolerancia presuntamente congénita de los partidos a los que se les pretende aplicar". (Foto: El Comercio)
"primero habría que demostrar la intolerancia presuntamente congénita de los partidos a los que se les pretende aplicar". (Foto: El Comercio)
/ HUGO CUROTTO
Editorial El Comercio

Dos pronunciamientos provenientes de distintos sectores políticos sobre la presunta necesidad de impedir que determinado tipo de partidos participen en los procesos electorales han causado alarma en los últimos días.

Por un lado, el congresista electo por anunció por Twitter que promoverá “una ley para que los partidos comunistas no puedan participar en las contiendas electorales”, alegando que “en el Perú vivimos en democracia y ellos no creen en ella”. Y por otro, valiéndose del mismo medio, , secretario general de , declaró: “Partidos fascistas como que asesinaron universitarios, periodistas, comunidades, miembros del ejército, debidamente probados, nunca debieran participar en elecciones”. Y luego añadió: “Perú Libre debe preparar el proyecto de ley”.

Más allá de los serios cargos que contienen los referidos pronunciamientos –y que ciertamente haría falta probar–, ambas posiciones comparten el afán de impedir legalmente el ejercicio de un derecho que, en principio, asiste a toda organización política y alterar con ello las reglas de juego de la competencia democrática. Como se han encargado de señalar diversos especialistas tras la divulgación de las dos iniciativas, la pretensión que estas entrañan es inconstitucional e inaceptable. No es que la demanda para que las organizaciones que no sean leales con los principios de la democracia no puedan aprovecharse de ella para socavarla carezca de sentido. Pero sucede que la zona gris en la que se coloca a algunos de esos partidos al atribuirles la condición de “comunistas” o “fascistas” es muy vasta y abre la posibilidad de que se actúe de manera arbitraria para, simplemente, eliminar participantes de la competencia electoral. De hecho, en el pasado se utilizaron en nuestro país prohibiciones de ese corte para dejar fuera de carrera al Apra y al Partido Comunista, y con ello solo se produjeron procesos electorales de cuestionable limpieza democrática.

La democracia, desde luego, no puede ser tonta y, como decíamos antes, no debe proteger bajo su manto a quienes pretenden subvertirla, pero las disposiciones que se encargan de vigilar que ese cometido se cumpla ya existen. El artículo 14 de la Ley de Organizaciones Políticas establece que un partido puede ser declarado ilegal por la Corte Suprema, a pedido del Fiscal de la Nación o el defensor del Pueblo, cuando haya mostrado conductas antidemocráticas. Esto es, por ejemplo, cuando vulnere sistemáticamente las libertades y derechos civiles “promoviendo, justificando o exculpando los atentados contra la vida o la integridad de las personas”, o legitime “la violencia como método para la consecución de objetivos políticos”. Causales para una declaración de ilegalidad que se aplican sin lugar a dudas al Movadef, pero no a los partidos que han participado o siguen participando de los actuales comicios.

Para defenderse, la democracia no puede acudir a los recursos que objeta en otros sistemas políticos. Le toca, más bien, dejar en claro la superioridad moral de los principios que la animan.

Es conocida la máxima que recomienda ser tolerante con todos, menos con los intolerantes. Pero para que cobre vigencia en estas circunstancias, primero habría que demostrar la intolerancia presuntamente congénita de los partidos a los que se les pretende aplicar.

Muy probablemente los dos anuncios que dan pie a esta reflexión no lleguen a materializarse y queden solamente como proclamas encendidas. Pero eso no debe llevar a quienes valoran el sistema que rige nuestra convivencia pacífica a bajar la guardia. La democracia no puede asumir el costo de incorporar reglas de juego que atenten contra su esencia, pues el precio a pagar por esas prohibiciones sería sencillamente prohibitivo.